ley de igualdad salarial tiene nulo efecto

Claudio Palavecino 24 Oct 201024/10/10 a las 15:43 hrs.2010-10-24 15:43:24

(Economía y Negocios, El Mercurio, 24 de octubre)

Si se considera a todos los trabajadores, incluyendo informales, la brecha sube a 26%:

A un año de su promulgación, la ley de igualdad salarial tiene nulo efecto

La brecha de sueldos se ha mantenido en 13%. Durante este año se han registrado sólo cinco denuncias, y en todos los casos los fallos han favorecido al empleador.

Pablo Obregón Castro
Hace algo más de un año finalizó un debate que encendió intensas pasiones y se promulgó la ley que prometía terminar con las discriminaciones salariales entre hombres y mujeres que desempeñaran el mismo cargo. Festejaron aquellos que se la jugaron por equilibrar los sueldos y se lamentaron los que vieron en esta iniciativa el principio de una avalancha de denuncias, despidos masivos y otros males.

Llegó el tiempo del primer balance, y todas las cifras muestran que la ley tuvo un efecto igual a cero. Las estadísticas sobre salarios de la Superintendencia de Pensiones muestran que la diferencia entre salarios masculinos y femeninos era de 13% en 2002, de 13% cuando se promulgó la ley, y de 13% en la actualidad.

Esta brecha es la más conservadora de todas, puesto que da cuenta sólo de aquellos chilenos que se desempeñan en el mercado formal y que es donde la Dirección del Trabajo podría haber vigilado de cerca que la ley se cumpliera.

Si se toman las cifras del INE para todos los trabajadores -incluyendo asalariados, informales, cuenta propia, etc.-, la brecha se amplía a 26%, muy por encima del promedio de la Unión Europea, que es de 17% (ver infografía).

Las brechas se presentan en todos los segmentos sociales, pero es mucho mayor en los altos cargos: en la categoría gerentes, administrativos y directivos, por ejemplo, la diferencia salarial alcanza un 46,6%.

¿Qué pasó, entonces, que la ley no logró alterar las diferencias? Según los expertos consultados, la iniciativa tuvo un efecto testimonial importante y valioso, pero una redacción que la hizo prácticamente inaplicable. De hecho, el texto establece que los empleadores pueden pagar sueldos desiguales para el mismo cargo, según criterios tan amplios como idoneidad y talento. Todos ellos, elementos difíciles de objetivizar.

Además, determinó que la titularidad a la hora de denunciar una supuesta discriminación recaería exclusivamente en el empleado afectado, pero excluyó como sujeto denunciante al sindicato. Con ello, las denuncias reales ante la Dirección del Trabajo se tornaron casi nulas.

La Dirección del Trabajo ha recibido sólo dos denuncias, y en ambos casos falló a favor de la empresa. En el sector público, en tanto, hay sólo tres reclamos ante la Contraloría, y en los tres resultó favorecido el Estado empleador.

Los cinco casos descritos fueron proporcionados por el Servicio Nacional de la Mujer, puesto que en la Dirección del Trabajo este tipo de denuncias se diluyen dentro de la categoría "otros".

Para la ministra del Sernam, Carolina Schmidt, la ley de discriminación salarial fue una importante señal para el país, pero claramente no fue suficiente para solucionar este problema, en el que influyen otros factores, como la baja posibilidad de acceso a cargos de mayor responsabilidad y la sensación de que el salario de la mujer es un ingreso adicional al hogar.

En la misma línea, el abogado laboralista Héctor Humeres cree que esta ley está hecha en base a un afán valioso, pero que en la práctica "no es más que una hermosa declaración de principios que no apunta al problema de fondo, que es la maternidad y el costo de beneficios como el pre y el post natal".

A su juicio, mientras se les siga traspasando a los empleadores el costo total de un bien jurídico que debería costear toda la sociedad (la maternidad), las discriminaciones difícilmente van a ceder, por mucho que se legisle en esa dirección.

LO QUE SE DIJO EL 2009

Es increíble que en el siglo XXI tengamos que hacer una declaración tan explícita de un principio tan sencillo".

Michelle Bacheletex presidenta

Habrá un mayor esfuerzo por eventuales denuncias por discriminación salarial y tutela de derechos fundamentales".

Andrés Concha Presidente Sofofa

Si la interpretación es poco coherente, esto va a atentar contra la fuente laboral de las mujeres".

Carlos Eugenio Jorquiera Presidente de la CNC

Unión Europea exige informes periódicos a las empresas
Una de las medidas más potentes que están adoptando los países que componen la Unión Europea para enfrentar este tema es exigir a las empresas informes periódicos con el detalle de las diferencias salariales entre hombres y mujeres que desempeñan el mismo cargo.

Esta posibilidad todavía está lejos de poder implementarse en Chile, toda vez que la mayoría de las empresas locales ni siquiera cuentan con mapas muy acabados de definición de cargos.

La diputada DC, Carolina Goic, asume que la ley sirvió para visibilizar un problema importante, pero que ahora hace falta una segunda etapa para hacerla efectiva: elaborar un mecanismo de denuncias que dote de titularidad a los sindicatos en esta materia, situación que ya se está discutiendo en la Comisión de Trabajo de la Cámara.

Indemnización por Años de Servicio v/s Seguro de Cesantía*

Claudio Palavecino 15 Oct 201015/10/10 a las 00:20 hrs.2010-10-15 00:20:15

*Intervención en el Primer Congreso Estudiantil de Derecho y Economía (viernes 8 de octubre de 2010)

Ya sé que casi todos los ponentes o panelistas en este Congreso han dado sus felicitaciones a sus organizadores. Aun a riesgo de ser reiterativo y, encima, consumir algunos segundos de mis siete minutos yo quiero insistir de todos modos en esas felicitaciones. Especialmente por la feliz idea de abordar las vinculaciones entre el derecho y la economía y abandonar, aunque sea por un momento, el estudio de estas disciplinas como compartimentos estancos.
No niego que la parcelación de la realidad que efectúan las ciencias es útil y acaso indispensable metodológicamente, pues nuestra percepción del mundo es, por desgracia, limitada, nunca tenemos la visión completa, el ojo de Dios, el panóptico, de manera que para abordar su conocimiento hay que delimitar objetos de conocimiento, acotarlos, pero sin olvidarse que ese parcelamiento es un ejercicio convencional y probablemente arbitrario. Cada disciplina desgarra el mundo para poder abarcar y asir, al menos, un pedacito del mismo. Pero, insisto, nunca debería perderse la consciencia de esta operación intelectual.
Uno de los grandes errores que siempre reprocho a mis colegas juslaboralistas es que conciben el Derecho del trabajo como un sistema cerrado y autosuficiente, como una realidad autónoma, inconexa y, entonces, las fórmulas, las explicaciones y construcciones teóricas que plantean están totalmente desconectadas con los otros sistemas concurrentes tales como la empresa, la economía del país, la economía mundial, las demás ramas de Derecho, etc. No les interesa nada más que el Derecho del trabajo ¡Que viva el Derecho del trabajo y que el mundo perezca! Y esto es un error. Un error gravísimo porque los delirios de los laboralistas muchas veces cuajan en leyes.
El Derecho del Trabajo está entrañablemente ligado a la Economía porque se ocupa precisamente de una porción del fenómeno económico, se ocupa de las relaciones entre capital y trabajo, de las relaciones que, con ocasión de la producción de bienes y servicios, se traban entre el poseedor del capital y el poseedor de la fuerza de trabajo. El Derecho del Trabajo se ocupa de las relaciones que se traban entre el empresario y el trabajador. Son relaciones de cooperación, puesto que actuando coordinadamente producen bienes y servicios, pero también estas relaciones dan lugar a conflictos. Hay un conflicto basal en estas relaciones porque la fuerza laboral es, al fin y al cabo, un costo más para la empresa y todo empresario que quiera sobrevivir y medrar como tal debe mantener un férreo control sobre sus costos.
A su vez todo trabajador aspira naturalmente a incrementar sus ingresos. Vivimos en una sociedad de consumo y, no nos engañemos, nuestra capacidad como consumidores determina en buena parte nuestra posición en la pirámide social, nuestra consideración social e incluso nuestra propia autoestima. Y para la mayoría de los mortales la capacidad de consumo viene determinada por el monto de sus salarios, de sus remuneraciones como trabajadores dependientes.
Es por eso que la pérdida del trabajo en muchos casos es una catástrofe en la biografía de cualquier persona. Se comprende entonces que el término del contrato de trabajo sea un tema especialmente sensible para el Derecho del trabajo tradicional y que este promueva como uno de sus principios fundamentales la estabilidad en el empleo. El Derecho del trabajo tradicional apuesta por mantener al trabajador en su empleo y consecuente con este objetivo rigidiza la posibilidad de salida del contrato de trabajo. Una vez que el trabajador entró a la empresa, el Derecho del trabajo cierra la puerta o, todo lo más, deja apenas un portillo. Con tal fin se inventa un régimen causado de terminación; nulidades de despidos; indemnizaciones de la más diversa índole y recargos, multas y toda una maquinaria infernal de control administrativo y judicial del despido. Lo que se querría es que el trabajador que consiguió un empleo no lo soltara más.
Pero miremos ahora el fenómeno desde la perspectiva de la empresa. Y aquí voy a repetir algo que le escuché hace unos meses en Concepción al profesor Dr. Eduardo Caamaño, del cual, como sabrán, me separa un océano ideológico, lo cual, sin embargo, no me ciega para reconocer que, esta vez, tuvo un destello de formidable lucidez. Caamaño dijo: “grábense bien esto: las empresas no dan trabajo; las empresas necesitan trabajo”.
Lo cual es totalmente cierto, al menos a corto y mediano plazo (pues no sabemos si se cumplirán en el futuro los vaticinios sobre el fin del trabajo de pitonisos como Rifkin o Ulrich Beck o incluso de alguien harto más serio que los dos anteriores como Jürgen Habermas quien en El discurso filosófico de la modernidad vislumbra el fin de la sociedad basada en trabajo). Pero si admitimos que las empresas necesitan trabajo, vale decir, que no dan trabajo graciosamente como el magnate que arroja monedas al mendigo, entonces, hay que aceptar también la consecuencia que se deriva de esa afirmación. Si las empresas necesitan trabajo quiere decir, entonces, que las empresas tienen sumo interés en retener a sus trabajadores y que en circunstancias ordinarias no se deshacen de ellos por mero capricho o para satisfacer una sádica maldad.
¿Cuándo se toma la decisión de despedir a un trabajador? Básicamente yo diría que los motivos son dos, o se trata de velar por la supervivencia de la empresa frente a circunstancias adversas que obligan racionalizar los recursos, incluido el recurso humano o bien es que el trabajador es inepto, que no sirve.
Frente a esto el Derecho del trabajo es ciego y sordo y loco. En efecto, la legislación laboral trata por todos los medios que el empresario mantenga al trabajador en su puesto; que se suicide. Y para ello pone en marcha toda esa maquinaria infernal que ya hemos mencionado. Se busca encarecer el despido, incrementar los costos de reemplazo del trabajador. Y entonces el empresario que necesita de todos modos reducir personal (porque obviamente no se va suicidar) ya no decidirá en función de la productividad del trabajador, sino de su mayor o menor antigüedad y, como al final, la racionalidad económica siempre termina imponiéndose, el Derecho laboral provocará precisamente el efecto que quería impedir: la rotación de trabajadores para evitar que cumplan la antigüedad que genera indemnización. El resultado está a la vista, en Chile las indemnizaciones por término de contrato las terminan percibiendo cuatro gatos. De acuerdo a los estudios, sólo un 6,44% de las personas que son despedidos, cumplen las condiciones que les permiten acceder a indemnización. Es decir, cerca de 94% de las personas que trabajan, al ser despedidos, no tiene derecho a ellas. Y menos de 20% de los trabajadores que tienen derecho a indemnización por años de servicio logran cobrar al menos una parte de su crédito. Este 20% que cobra es equivalente a un 1,25% del total de las personas que pierden el empleo, que tenían contrato indefinido y que trabajan un año o más en la misma empresa.
Ahora, ustedes me dirán, puede ser cierto lo que dice profesor, pero ud. mismo acaba de afirmar que perder el trabajo es una catástrofe en la biografía de cualquier persona, y así es, efectivamente, en cuanto el cesante queda temporalmente privado de sustento, y probablemente también su grupo familiar quede en la misma precaria situación. Evidentemente que desde esa visión solidaria de la sociedad que tanto les entusiasma a los jóvenes y en general a la gente romántica, la sociedad tiene un problema, a saber, cómo reemplazar el salario del trabajador durante el lapso que tarda en volver a emplearse, de manera que ni él ni su familia caigan en la indigencia. Y en ese contexto, si uds. me colocan en la disyuntiva entre seguro de cesantía versus indemnizaciones, evidentemente me quedo con el primero. Y si me apuran, yo defendería seguro de cesantía y libre despido, desactivar de una vez por toda esa maquinaria inquisitorial frente al despido. Ese sería mi mundo ideal. Pero no me ilusiono, de una parte porque no existe auténtica voluntad ni respaldo político para una reforma en tal sentido y, por otra, porque el laboralismo tradicional que tanto les gusta a ustedes se resiste visceralmente a cambiar su lógica antiliberal e intervencionista, la lógica de la estabilidad en el empleo por la de la empleabilidad.
Nunca van a entender que la mejor protección para los trabajadores no proviene de la ley laboral sino del pleno empleo. Si quieren mejorar los estándares de vida de nuestros trabajadores tendrán que abogar no por más, sino por menos Derecho del trabajo. Muchas gracias.

Igualdad y prohibición de discriminación. 1

Claudio Palavecino 5 Oct 201005/10/10 a las 18:08 hrs.2010-10-05 18:08:05

El artículo 19 Nº 2 CPR enuncia en su primer inciso la igualdad ante la ley y, en el inciso siguiente, prohíbe efectuar “diferencias arbitrarias”. En este artículo no se habla propiamente de “discriminación”, sin embargo, dentro de nuestra cultura jurídica nadie discute que la expresión empleada en su lugar, “diferencias arbitrarias”, comprende aquella noción.
Ahora bien, la prohibición de discriminación fue concebida por el Constituyente como una manifestación o, todavía mejor, como una especificación de la igualdad ante la ley, sin que, por tanto, venga dotada ex origine de un contenido propio como disposición diferenciada y autónoma. Por su parte, y acaso determinadas por este dato normativo, tanto la jurisprudencia de los tribunales, como la doctrina científica chilenas, vienen considerando el art. 19 Nº 2 CPR como un bloque unitario, entendiendo que el precepto contenido en el inciso segundo prohíbe la discriminación en un sentido muy amplio, el cual incluye cualquier desigualdad no razonable.
Lo anterior pone en evidencia una incomprensión y un atraso en relación con la evolución de la doctrina y del derecho comparados y, sobre todo, con los instrumentos internacionales de protección de derechos humanos, donde el concepto de discriminación no alude a cualquier diferenciación, sino a aquella que se funda en un prejuicio negativo en virtud del cual los miembros de un grupo son tratados como seres no ya diferentes, sino inferiores. El motivo de la distinción es, por tanto, harto más que irrazonable: es odioso, y de ningún modo puede aceptarse porque resulta humillante para quienes sufren esa marginación. El término “discriminación” alude, pues, en las fuentes mencionadas, a una diferencia injusta de trato contra determinados grupos que se encuentran de hecho en una posición desventajosa.
La fórmula amplia utilizada por el Constituyente, en la medida que extiende el ámbito de acción de la prohibición de discriminación a cualquier supuesto de injustificada desigualdad, banaliza el concepto al equipar la diferenciación odiosa con la simplemente irrazonable, sin considerar el mayor desvalor de aquélla.
Además, la prohibición de discriminación concebida como mera concreción de la igualdad perjudica el sentido “promocional” que esta cláusula tiene en el derecho internacional y comparado, pues mientras el principio de igualdad fija sólo un límite de acción al legislador, la interdicción de la discriminación concebida como un trato desfavorable contra una categoría o grupo determinado de personas, justifica la adopción de medidas positivas a favor de los colectivos socialmente discriminados.
Pero acaso la consecuencia más indeseable de la confusión entre el principio de igualdad y la interdicción de la discriminación se produzca con ocasión de su extensión al ámbito de actuación de los particulares. En efecto, mientras la prohibición de efectuar “diferencias arbitrarias” que la Constitución dirige a los poderes públicos aparece como un límite necesario a la actuación de esos poderes, que desemboca, en definitiva, en una garantía de libertad para los particulares frente a la insaciable voluntad de poder de Leviatán, pretender imponer el mismo estándar de justificación a las relaciones inter privatos tendría como consecuencia abolir buena parte de la libertad individual. El principio de igualdad no puede erigirse como límite a la actuación de los particulares puesto que implicaría la necesidad de justificar racionalmente toda diferencia de trato respecto del prójimo bajo amenaza de ilicitud y de revisión y hasta reversión por los órganos jurisdiccionales dotados de poderes de control constitucional. Un Estado respetuoso de la libertad de sus ciudadanos no puede imponerles semejante estándar, pero sí, en cambio, puede limitar su actuación mediante la proscripción legal de determinados motivos considerados especialmente odiosos y socialmente intolerables. Tal es el papel que cumple la proscripción de la discriminación, cuando se la concibe autónomamente del principio de igualdad.
La confusión conceptual del Constituyente se reitera con ocasión de las garantías laborales específicas, puesto que la Constitución establece que “se prohibe cualquiera discriminación que no se base en la capacidad o idoneidad personal” (art. 19 Nº 16 inc. 3º CPR). Concebida en los mismos términos amplios que la prohibición de establecer diferencias arbitrarias del art. 19 Nº 2 CPR, y por tanto, como mera concreción del principio de igualdad, la prohibición de discriminación laboral impondría a los empleadores un estándar de justificación de sus decisiones completamente irreal, exorbitado y paralizante.
Afortunadamente, la legislación laboral ha venido a desarrollar el texto constitucional de un modo más razonable y respetuoso de los poderes empresariales, siguiendo muy de cerca el art.1º del Convenio 111 de la OIT. En efecto, cuando el art. 2º CT (modificado por la Ley 19.759, de 5 de octubre de 2001) define los actos de discriminación como las distinciones, exclusiones o preferencias basadas en motivos de: raza, color, sexo, edad, estado civil, sindicación, religión, opinión política, nacionalidad, ascendencia nacional u origen social, que tengan por objeto anular o alterar la igualdad de oportunidades o de trato en el empleo y la ocupación.
Coherente con esta mejor comprensión de la proscripción de la discriminación, y a diferencia de lo que ocurre respecto de otros derechos fundamentales, el art. 485 CT no se remite al texto constitucional a la hora de ofrecer la tutela jurisdiccional correspondiente contra los actos discriminatorios, sino directamente a la citada norma legal contenida en el art. 2º CT. De este modo, el empleador no se verá obligado a justificar siempre y en cualquier circunstancia, frente a cualquier cuestionamiento, sus decisiones en materia de empleo, sino únicamente cuando aparezcan indicios o presunciones suficientes que aquellas pudieren haber tenido su causa en los motivos legalmente tipificados.

Hayek y la justicia social

Claudio Palavecino 6 Sep 201006/09/10 a las 14:13 hrs.2010-09-06 14:13:06

Quienes así lo deseen, pueden continuar la reflexión sobre "El espejismo de la justicia social" a partir de los siguientes tópicos hayekianos:
1) La exigencia de justicia social es una idea potente. La gente cree en ella, como antes tambièn creía en fantasmas y brujas. Al igual que esas supersticiones es una creencia peligrosa: es un pretexto para forzar al prójimo. Es un espejismo inalcanzable, pero cada paso que se da para intentar alcanzarlo reduce nuestra libertad personal. Es una apelación a los miembros de la sociedad para que se organicen de tal modo que puedan asignar determinadas cuotas de la producciòn social a diferentes individuos y grupos.¿Existe un deber moral de someterse a un poder capaz de hacer esta distribuciòn?
2) ¿Es posible mantener un orden de mercado imponiendo un modelo de remuneración basado en la valoración de los resultados y necesidades de los distintos individuos o grupos por parte del gobierno?
3) Nos turba ver como la vida trata injustamente a las personas: la felicidad del malvado, el sufrimiento de los buenos. Nos alegra el esfuerzo que recibe sus recompensa. Experimentamos la misma sensaciòn respecto de los diferentes destinos del hombre de los que nadie es responsable: calamidades que se abaten sobre una familia mientras otra prospera; una brillante carrera se frustra por un accidente, etc. ¿Qué injusto, verdad?
No ha diferencia, es el mismo sentimiento de injusticia en el caso de la distribuciòn de bienes materiales en una sociedad de hombre libres. Cuando nos quejamos de la injusticia de los resultados del mercado no hay a quien imputarle la injusticia, clamamos a la sociedad como Job a Dios ante las tremendas desgracias que le envía. No hay ninguna voluntad que puedad determinar los ingresos relativos de las distintas personas o evitar que incida la casualidad. Sólo si hubiera un planificador central, una economìa somentida a administraciòn central cobra sentido calificar moralmente los resultados.

En defensa de las formas jurìdicas

Claudio Palavecino 9 Ago 201009/08/10 a las 17:39 hrs.2010-08-09 17:39:09

En Chile se está produciendo un fenómeno inquietante, que denomino “la subjetivación impropia de la empresa”. En efecto, tanto la jurisprudencia administrativa como la judicial han ido prescindiendo progresivamente de la personalidad jurídica atribuyendo directamente a la empresa, concebida como mera facticidad, las obligaciones del empleador laboral. En una suerte de fetichismo jurídico –síntoma inequívoco de vulgarización- se transfiere a un ente desprovisto de personalidad moral los atributos propios de los sujetos personificados.
Nuestra Constitución reconoce la propiedad privada de los medios productivos y ampara la libertad económica. Parece coherente con este orden de cosas que sea el dueño o titular de la organización de factores productivos quien tome la decisión de mantenerla dentro de su patrimonio, identificada consigo mismo, o transferirla a “una persona ficticia capaz de ejercer derechos y contraer obligaciones civiles y de ser representada judicial y extrajudicialmente” (art. 545, inc. 1°, del Código Civil).
El laboralismo “progresista” sostiene, en cambio, que no cabe reducir la empresa a esa área de ejercicio soberano del derecho de propiedad y de la libertad contractual y que es posible afirmar la noción de empresa más allá de las formas jurídicas que fija el empresario. Esta corriente ha planteado insistentemente su disconformidad con el elemento formal de la definición legal de empresa, proponiendo su eliminación por vía legal o su neutralización por vía hermenéutica, para dejar subsistente un concepto puramente material o fáctico de la misma.
Se olvida que la exigencia de una “individualidad legal determinada” es un elemento indispensable para que la empresa transite desde la condición de objeto negocial a la de sujeto de Derecho. Pues la empresa en cuanto mero factum, (conjunción finalizada de factores productivos), es para el Derecho simplemente “cosa”, objeto de explotación y tráfico por quien detente sobre ella dominio, posesión o mera tenencia. Si se quiere subjetivar este factum será preciso separarlo de su titular y revestirlo de una determinada forma. Y, en efecto, lo usual será que la organización empresarial se enmarque en cualquiera de los diversos vehículos societarios que dan lugar a la personalidad jurídica o moral. Quien actúa en el tráfico jurídico celebrando contratos, contrayendo o extinguiendo obligaciones, no es jamás la empresa en cuanto mera realidad fáctica, sino la persona jurídica que es el sujeto de derechos, a quien el ordenamiento reconoce capacidad de goce y de ejercicio de derechos subjetivos. No puede ser de otro modo, porque “para todos los efectos legales” sólo puede ser empleador una “persona natural o jurídica”, según la definición de “empleador” contenida en la norma del art. 3° letra a) del Código del Trabajo.
Si la individualidad legal de las empresas deviene irrelevante, el riesgo es que la autoridad administrativa o judicial extienda la identidad empresa-empleador a supuestos distintos del fraude a los trabajadores. Vale decir, que se haga solidariamente responsable por obligaciones laborales y de seguridad social a empresas relacionadas, por la sola circunstancia de serlo, aunque no exista entre ellas ocupación simultánea e irregular de trabajadores, ni ánimo defraudatorio de ninguna clase. La jurisprudencia podría también ampliar la extensión del concepto todavía más allá del grupo empresarial, al punto que una hipertrofiada noción de empresa termine por fagocitar la distinción entre empresa principal, contratistas y subcontratistas.
Pero acaso lo más preocupante no sea lo anterior, sino el surgimiento de relaciones de trabajo, no por contrato, sino por mero arbitrio de la Administración o la Judicatura. En definitiva, la negación al empleador de su libertad de contratación laboral, reconocida explícitamente, en el art. 19 N°16 de la Constitución. El contenido de esta garantía fue definido con sencillez y claridad ejemplares en el seno de la Comisión de Estudios para la Nueva Constitución (CENC), donde se dijo que “en su esencia este derecho asegura que a nadie le será impuesto un trabajo o un trabajador”.
Conviene tener presente, por otro lado, que los procesos de división, filialización u otras formas de dispersión societarios obedecen casi siempre a optimizaciones operativas y/o tributarias de las empresas y, en general, a motivos totalmente legítimos y ajenos a “lo laboral”. Contra lo que el prejuicio ideológico sugiere, las reestructuraciones societarias buscan fines muy distintos al fraude laboral. Puede haber excepciones, pero nuestro ordenamiento jurídico contiene, hace ya tiempo, las herramientas para sancionar drásticamente la simulación o, en general, cualquier subterfugio en perjuicio de los trabajadores. Me refiero a las figuras de fraude contra los trabajadores tipificadas en el art. 478 [507] del Código del Trabajo. Es aquí, precisamente, donde la teoría del levantamiento del velo corporativo encuentra su único lugar y, por cierto, sus justos límites. A saber, cuando el trabajador denuncia, y juez consigue constatar, un fraude, vale decir, una apariencia diseñada por el empleador con el fin exclusivo de ocultarse y evadir sus obligaciones. Este es el único supuesto en que la ley laboral autoriza al juez para rasgar las formas jurídicas y pesquisar la configuración material de las relaciones comprometidas.
El juez laboral debe utilizar la teoría del levantamiento del velo societario con exquisita prudencia, desoyendo los peligrosos cantos de sirena del laboralismo “progresista”, que lo incitan a hacer estallar las formas jurídicas al mínimo pretexto. No debería olvidar, por último, dicho juez, las palabras de un verdadero maestro de la disciplina (SOTO CALDERÓN) quien afirmó que “la única vía para dar origen a una relación jurídica laboral reconocida por el sistema del Derecho del Trabajo es el contrato, que constituye la exclusiva vía de obligarse en una sociedad de hombres libres”.