En defensa de las formas jurìdicas

Claudio Palavecino 9 Ago 201009/08/10 a las 17:39 hrs.2010-08-09 17:39:09

En Chile se está produciendo un fenómeno inquietante, que denomino “la subjetivación impropia de la empresa”. En efecto, tanto la jurisprudencia administrativa como la judicial han ido prescindiendo progresivamente de la personalidad jurídica atribuyendo directamente a la empresa, concebida como mera facticidad, las obligaciones del empleador laboral. En una suerte de fetichismo jurídico –síntoma inequívoco de vulgarización- se transfiere a un ente desprovisto de personalidad moral los atributos propios de los sujetos personificados.
Nuestra Constitución reconoce la propiedad privada de los medios productivos y ampara la libertad económica. Parece coherente con este orden de cosas que sea el dueño o titular de la organización de factores productivos quien tome la decisión de mantenerla dentro de su patrimonio, identificada consigo mismo, o transferirla a “una persona ficticia capaz de ejercer derechos y contraer obligaciones civiles y de ser representada judicial y extrajudicialmente” (art. 545, inc. 1°, del Código Civil).
El laboralismo “progresista” sostiene, en cambio, que no cabe reducir la empresa a esa área de ejercicio soberano del derecho de propiedad y de la libertad contractual y que es posible afirmar la noción de empresa más allá de las formas jurídicas que fija el empresario. Esta corriente ha planteado insistentemente su disconformidad con el elemento formal de la definición legal de empresa, proponiendo su eliminación por vía legal o su neutralización por vía hermenéutica, para dejar subsistente un concepto puramente material o fáctico de la misma.
Se olvida que la exigencia de una “individualidad legal determinada” es un elemento indispensable para que la empresa transite desde la condición de objeto negocial a la de sujeto de Derecho. Pues la empresa en cuanto mero factum, (conjunción finalizada de factores productivos), es para el Derecho simplemente “cosa”, objeto de explotación y tráfico por quien detente sobre ella dominio, posesión o mera tenencia. Si se quiere subjetivar este factum será preciso separarlo de su titular y revestirlo de una determinada forma. Y, en efecto, lo usual será que la organización empresarial se enmarque en cualquiera de los diversos vehículos societarios que dan lugar a la personalidad jurídica o moral. Quien actúa en el tráfico jurídico celebrando contratos, contrayendo o extinguiendo obligaciones, no es jamás la empresa en cuanto mera realidad fáctica, sino la persona jurídica que es el sujeto de derechos, a quien el ordenamiento reconoce capacidad de goce y de ejercicio de derechos subjetivos. No puede ser de otro modo, porque “para todos los efectos legales” sólo puede ser empleador una “persona natural o jurídica”, según la definición de “empleador” contenida en la norma del art. 3° letra a) del Código del Trabajo.
Si la individualidad legal de las empresas deviene irrelevante, el riesgo es que la autoridad administrativa o judicial extienda la identidad empresa-empleador a supuestos distintos del fraude a los trabajadores. Vale decir, que se haga solidariamente responsable por obligaciones laborales y de seguridad social a empresas relacionadas, por la sola circunstancia de serlo, aunque no exista entre ellas ocupación simultánea e irregular de trabajadores, ni ánimo defraudatorio de ninguna clase. La jurisprudencia podría también ampliar la extensión del concepto todavía más allá del grupo empresarial, al punto que una hipertrofiada noción de empresa termine por fagocitar la distinción entre empresa principal, contratistas y subcontratistas.
Pero acaso lo más preocupante no sea lo anterior, sino el surgimiento de relaciones de trabajo, no por contrato, sino por mero arbitrio de la Administración o la Judicatura. En definitiva, la negación al empleador de su libertad de contratación laboral, reconocida explícitamente, en el art. 19 N°16 de la Constitución. El contenido de esta garantía fue definido con sencillez y claridad ejemplares en el seno de la Comisión de Estudios para la Nueva Constitución (CENC), donde se dijo que “en su esencia este derecho asegura que a nadie le será impuesto un trabajo o un trabajador”.
Conviene tener presente, por otro lado, que los procesos de división, filialización u otras formas de dispersión societarios obedecen casi siempre a optimizaciones operativas y/o tributarias de las empresas y, en general, a motivos totalmente legítimos y ajenos a “lo laboral”. Contra lo que el prejuicio ideológico sugiere, las reestructuraciones societarias buscan fines muy distintos al fraude laboral. Puede haber excepciones, pero nuestro ordenamiento jurídico contiene, hace ya tiempo, las herramientas para sancionar drásticamente la simulación o, en general, cualquier subterfugio en perjuicio de los trabajadores. Me refiero a las figuras de fraude contra los trabajadores tipificadas en el art. 478 [507] del Código del Trabajo. Es aquí, precisamente, donde la teoría del levantamiento del velo corporativo encuentra su único lugar y, por cierto, sus justos límites. A saber, cuando el trabajador denuncia, y juez consigue constatar, un fraude, vale decir, una apariencia diseñada por el empleador con el fin exclusivo de ocultarse y evadir sus obligaciones. Este es el único supuesto en que la ley laboral autoriza al juez para rasgar las formas jurídicas y pesquisar la configuración material de las relaciones comprometidas.
El juez laboral debe utilizar la teoría del levantamiento del velo societario con exquisita prudencia, desoyendo los peligrosos cantos de sirena del laboralismo “progresista”, que lo incitan a hacer estallar las formas jurídicas al mínimo pretexto. No debería olvidar, por último, dicho juez, las palabras de un verdadero maestro de la disciplina (SOTO CALDERÓN) quien afirmó que “la única vía para dar origen a una relación jurídica laboral reconocida por el sistema del Derecho del Trabajo es el contrato, que constituye la exclusiva vía de obligarse en una sociedad de hombres libres”.
Última Modificación 9 Ago 201009/08/10 a las 17:39 hrs.2010-08-09 17:39:09
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  • Claudio Palavecino

    30 Ago 201030/08/10 a las 21:13 hrs.2010-08-30 21:13:30

    Estimado Cristóbal, no es que uno vaya por la vida defendiendo el fraude y la "picaresca" a través de las formas jurídicas. Siempre digo que uno debe partir por la fisiología antes de adentrarse en la patología. (la enfermedad solo se comprende cuando se conoce el funcionamiento normal del organismo). Tal como tú señalas, las formas jurídicas y, entre ellas, la personalidad jurídica, son instrumentos funcionales a una gran variedad de fines lícitos y, todavía más, a objetivos dignos de promoción. Reconociendo que ésta es la situación normal, debe admitirse que también las formas jurídicas se prestan para un uso, por así decirlo, contrario a los valores del sistema jurídico. Lo que yo planteo básicamente es que existen buenas razones para que sea el propio legislador y no los jueces quienes determinen esos casos excepcionales y arbitren los medios para corregir el uso vicioso. Concretamente el ordenamiento jurídico laboral chileno contiene reglas claras al respecto. Mi crítica apunta al olvido de esas reglas a favor de una aplicación desmesurada de prinicipios.

  • Cristóbal Venegas V.

    28 Ago 201028/08/10 a las 15:40 hrs.2010-08-28 15:40:28

    Estoy absolutamente de acuerdo con la idea de que desentenderse de las formas jurídicas implica una especie de peligrosa vulgarización, ya que uno de los fundamentos del concepto de sociedad (en tanto que persona jurídica) es la limitación de la responsabilidad para el fomento del emprendimiento. En virtud de lo anterior, la teoría del levantamiento del velo implicaría desatender las reglas del juego por parte de los sentenciadores al momento que juzgan y deciden aplicarlo. Pero lo que me resulta interesante de pensar es: si la teoría del levantamiento del velo es una violación manifiesta de los principios que rigen el ordenamiento, ¿por qué ha gozado de una razonable y progresiva aplicación?
    Revisando algunos textos acerca del tema, me encuentro con que en gran parte de ellos (por ejemplo, Línea jurisprudencial sobre el levantamiento del velo corporativo de las sociedades comerciales, de Diana Patricia Garrote Cruz y Andrea Catalina Lovera Díaz) se señala que los fundamentos esenciales para su aplicación radican en “evitar que mediante la constitución de una sociedad se violen las prohibiciones e incompatibilidades existentes para las personas naturales, se dificulte la investigación de los delitos contra la administración pública o se legalicen y oculten los bienes provenientes de actividades ilícitas, situaciones que surgieron como consecuencia de la personificación jurídica de las sociedades comerciales” y señalan a continuación que los esfuerzos en la aplicación se han centrado en que en los casos en que resulta justo la aplicación de esta teoría (a saber, casos como los anteriores) no se debe transgredir la seguridad jurídica que la persona jurídica merece en si misma en virtud de la libertad de asociación.
    Los argumentos que siguen al respecto tienen el mismo tenor: la evitación del abuso de la persona jurídica, que en el caso de las relaciones laborales se torna aún más delicado. Sin perjuicio de ello, no dejo de considerar que la aplicación de la teoría del levantamiento del velo en aspectos del empleador (empleador-empresa-sociedad) vulnera las formas jurídicas establecidas por el legislador, lo que constituye un verdadero peligro para la estabilidad del ordenamiento.
    El verdadero problema, a modo de mi humilde opinión, es que el legislador no ofrece una forma clara ni eficiente de evitar los eventuales abusos de la personalidad jurídica, lo que como consecuencia a hecho a los sentenciadores a actuar de esa forma. Se deberían establecer formas legales para evitar todas esas dificultades (en especial en el aspecto laboral, a saber a eventuales problemáticas entre las responsabilidades del empleador y los trabajadores) y no actuar “al margen del derecho”.

  • Claudio Palavecino

    23 Ago 201023/08/10 a las 03:36 hrs.2010-08-23 03:36:23

    Alguna vez, parafraseando a Nietzsche (quien se refería a los filósofos) dije que los jueces eran pícaros patrocinadores de sus prejuicios que, de vez en cuando, invitaban a la Ley, la Justicia o la Razón para que viniera a darle palmaditas en la espalda a sus opiniones y sentimientos. Con todo, creo que pude haber exagerado. De una parte porque afortunadamente la propia autocomprensión de los jueces sobre su ministerio se acerca más a la "idea ilustrada" que a la "schimittiana". En seguida, porque la necesidad de justificación de la decisión impone algun grado de conexión entre aquella y el (o los) enunciado(s) normativo(s) (algo de objetividad subsiste todavía en el lenguaje, de otro modo sería la torre de Babel), y/o entre la situación de aplicación y los supuestos fácticos de la norma. Y en tercer término porque incluso las últimas instancias decisorias,vale decir, quienes ejercen los últimos controles sobre las decisiones inferiores deben justificarse y responder ante la opinión pública, lo cual implica un control externo.

  • Carlos Hidalgo G.

    23 Ago 201023/08/10 a las 02:01 hrs.2010-08-23 02:01:23

    Entiendo a lo que se refiere con vulgarización del Derecho, y mi crítica apunta no al desarrollo actual de una situación dogmática establecida, o al deber ser de la aplicación de normas jurídicas. La centralidad del argumento es descubrir los momentos estructurales necesarios que posibilitan la realización normativa, para lo cual es menester buscar las estructuras internas de este sistema cerrado a través de las cuales el Derecho se vuelve aplicable, en este sentido lo importante no es ahondar en si es correcto o no que el Juez al aplicar tal o cual precepto esté siendo limitado por algún tipo de entelequia (verbigracia el "estado democratico de derecho") sino que lo realmente relevante es buscar los momentos objetivos de control interno que el Derecho tiene en sí, los cuales sencillamente podemos identificar como las múltiples instancias y recursos de revisión de las sentencias que podemos encontrar en nuestro ordenamiento jurídico. La otra cara de la moneda -en este momento- nace sin ningún problema, el control en la última instancia o cuando no hay ningún ente superior capaz de coartar la decisión de quien este a cargo de la controversia jurídica está limitado tan solo por la -moral- o también por el fuero interno y la auto-represión que el sujeto a cargo quiera darse en un momento determinado, es aquí cuando la decisión aflora en su momento magno y sin límites, constituyendo así la necesidad, no de poseer buenas normas, como lo creyeron los teóricos de la ilustración sino la necesidad imperiosa de poseer buenos jueces, por cuanto serán ellos los únicos encargados de la realización normativa y sobre quienes la tarea de defender tal o cual ideal que esté asentado dogmáticamente caerá.
    La conclusión en este momento aflora por sí sola, luego de todas las instancias de control interno, estamos sometidos a la arbitrariedad de la conciencia del sujeto a cargo, y tal como en el tribunal constitucional, los jueces de por ej la corte suprema, están impedidos por su sola buena voluntad de legislar frente a una controversia jurídica. Frente a esto, la mejor solución que podemos -en un corto plazo- establecer, es aumentar los momentos de negociación tanto personal como colectiva, que las partes de un litigio tienen entre sí, esperando con esto que la solución pase por un acuerdo mutuo antes que por una decisión unilateral que como vimos anteriormente -estructuralmente- viene dotada de una amplia libertad y por qué no, arbitrariedad.
    A modo de prueba podemos mostrar, por cuanto epistemologicamente es imposible demostrar la veracidad del argumento, que la única explicación probable para que la jurisprudencia en materia laboral esté tan cargada de "ideologías" específicamente aquellas de tinte izquierdoso es por cuanto los sujetos que participan de la estructura objetiva, volitivamente, intentan solucionar las injusticias que ellos creen suceden en el mundo mediante la función jurisdiccional, socavando así aquella ilusión de la "objetividad del derecho" o la "imparcialidad" del juzgador, que son más proclamaciones de buenas intenciones que una realidad constatable o siquiera mostrable empíricamente. El derecho debe de una vez por todas constituirse como lo que es, una estructura socialmente impuesta que pretende regular y controlar los actos de los particulares, específicamente un conjunto de actos que los jueces llevan a cabo con un material normativo que no implica ningún tipo de decisión especifico frente a una situación particular, el Derecho no es Ciencia, es Teología, particularmente Teología Política.

  • Claudio Palavecino

    23 Ago 201023/08/10 a las 00:12 hrs.2010-08-23 00:12:23

    Estimado Carlos, muy interesante, aunque perturbadora tu reflexión. Admitiendo que la decisión es la única función que realiza la norma, me pregunto si en un estado democrático de derecho la voluntad del juez queda, cuando menos, (de)limitada por la norma. Quisiera creer que, al menos, la voluntad del juez no es totalmente libre sino que queda sometida a la voluntad resultante de la deliberación democrática que cristaliza en la norma, con varias opciones o lecturas, ciertamente, pero sujeta a mecanismos de control que logran corregir divergencias groseras entre ambas.
    Con la expresión "vulgarización" no pretendo enunciar una crítica moral al fenómeno, sino simplemente constatar que implica un abandono de una tradición jurídica afianzada, un desperfilamiento o disolución de formas jurídicas decantadas.

  • Carlos Hidalgo G.

    22 Ago 201022/08/10 a las 16:00 hrs.2010-08-22 16:00:22

    No deja de ser interesante aquel -fenómeno- por cuanto la mediación conceptual utilizada para darle forma, determina en última instancia los limites de nuestras conclusiones. Si utilizamos un sesgo neo-kantiano donde la categoría de persona -jurídica- es la única existente y donde la materialidad de las relaciones sociales subyacentes se oscurecen por un velo no de -ignorancia- sino de un cinismo imposible de cuantificar, entonces el resultado aparece por si solo. "El juez debe tan solo apreciar el conjunto de "hechos" normativos, osea, aquellos que han podido ser traspasados de una manera valida a la esfera de aplicación del derecho" el resto se constituye tan solo como un ámbito de lo real en sentido Lacaniano, algo que es imposible de simbolizar.
    Lo fundamental aquí no es la vulgarización (moralización) o la delimitación total del derecho como un sistema cerrado donde la inclusión de la voluntad del juez al momento de la aplicación de la norma es un problema más que una virtud. Lo relevante es apreciar y en esto no hago sino seguir a Schmitt, que la -voluntad-, específicamente la decisión, es la única -función- capaz de realizar la norma, es decir extraerla del ámbito normativo para ser aplicada a las relaciones sociales previamente regladas.
    Si aceptamos que la decisión se constituye como un elemento estructural de los sistemas jurídicos, aceptamos también correlativamente el hecho de que lo realmente sustantivo no es el conjunto de normas, sino, el conjunto de aplicaciones que los jueces realizan de estas a los casos particulares que deben ser resueltos. Siguiendo la máxima "no hay ningún conjunto de normas que sean capaces de coartar la voluntad humana" no podemos sino concluir que lo realmente reglado es la materialidad misma de lo que ocurre en el mundo, o también, el conjunto de relaciones sociales que se intenta tipificar en lo que se llama Derecho. Es por esto que argumentar en contra de la -aplicación directa- de los preceptos normativos contiene errores sustanciales no tanto en la lógica interna sino en las premisas sobre las cuales el razonamiento se estructura. Siguiendo a Hägerström en esto, lo que realmente importa no es lo que dice la norma, sino la aplicación de esta, y en ese sentido me parece ahora ya de modo -personal- que el fenómeno anteriormente descrito corresponde no a un proceso de vulgarización del Derecho sino a uno de "Realización" de este, es decir, un proceso en el cual el Derecho busca normar lo que ocurre para sí y aun fuera de sí, no contentándose con juzgar la presentación normativa de las controversias jurídicas.