Paro en Escondida*
Claudio Palavecino 1 Ago 201101/08/11 a las 18:30 hrs.2011-08-01 18:30:01
*Carta al Diario La Tercera, publicada el domingo 31 de julio.
Señor director:
Los trabajadores de Minera Escondida llevan varios días en paro. Por la prensa se ha señalado que la empresa considera ilegal la paralización. Podría haber despidos, se dice. Los trabajadores, por su parte, han denunciado prácticas antisindicales.
El conflicto pone de manifiesto un fenómeno inquietante. El orden público laboral se ha transformado en un páramo brumoso en que no se consigue distinguir el camino correcto. Acaso no sea exagerado afirmar que, hoy por hoy, en Chile nadie sabe de antemano qué se puede hacer y qué está prohibido en materia laboral. Poco a poco la regulación ha ido perdiendo su fin preventivo, orientador, para terminar operando represivamente.
La superación del conflicto escapa entonces de las manos de los propios interesados (empleadores y trabajadores) y se traslada a la administración laboral o a la judicatura, que, no pocas veces, ofrecen soluciones contrapuestas al mismo problema, generando todavía mayor confusión.
No es que no haya reglas claras. El ejercicio de la huelga las tiene señaladas. Pero el mundo del derecho del trabajo es un lugar extraño. Es un mundo donde los principios derrotan a las reglas. Entre esos mismos órganos encargados de velar por la legalidad laboral se ha ido imponiendo, sin contrapeso, una jurisprudencia de principios que se olvida, cada vez con mayor desparpajo, de la ley. Y es que los principios son como los dichos de la Sibila: cada cual los interpreta según le venga en gana.
No puede invocar el amparo de la libertad sindical quien viola los límites legales para su ejercicio. Es una verdad simple, clara, tal vez un poco odiosa. Ojalá que esta vez no sea derrotada por un principio.
Claudio Palavecino
Facultad de Derecho
Universidad de Chile
Señor director:
Los trabajadores de Minera Escondida llevan varios días en paro. Por la prensa se ha señalado que la empresa considera ilegal la paralización. Podría haber despidos, se dice. Los trabajadores, por su parte, han denunciado prácticas antisindicales.
El conflicto pone de manifiesto un fenómeno inquietante. El orden público laboral se ha transformado en un páramo brumoso en que no se consigue distinguir el camino correcto. Acaso no sea exagerado afirmar que, hoy por hoy, en Chile nadie sabe de antemano qué se puede hacer y qué está prohibido en materia laboral. Poco a poco la regulación ha ido perdiendo su fin preventivo, orientador, para terminar operando represivamente.
La superación del conflicto escapa entonces de las manos de los propios interesados (empleadores y trabajadores) y se traslada a la administración laboral o a la judicatura, que, no pocas veces, ofrecen soluciones contrapuestas al mismo problema, generando todavía mayor confusión.
No es que no haya reglas claras. El ejercicio de la huelga las tiene señaladas. Pero el mundo del derecho del trabajo es un lugar extraño. Es un mundo donde los principios derrotan a las reglas. Entre esos mismos órganos encargados de velar por la legalidad laboral se ha ido imponiendo, sin contrapeso, una jurisprudencia de principios que se olvida, cada vez con mayor desparpajo, de la ley. Y es que los principios son como los dichos de la Sibila: cada cual los interpreta según le venga en gana.
No puede invocar el amparo de la libertad sindical quien viola los límites legales para su ejercicio. Es una verdad simple, clara, tal vez un poco odiosa. Ojalá que esta vez no sea derrotada por un principio.
Claudio Palavecino
Facultad de Derecho
Universidad de Chile
Contra los ecologistas
Claudio Palavecino 18 May 201118/05/11 a las 00:00 hrs.2011-05-18 00:00:18
Hagamos lo que hagamos la vida orgánica está condenada a desaparecer de la faz del planeta. Medida en los tiempos geológicos la vida orgánica es la ínfima fracción de un instante, casi nada. Océanos de tiempo la precedieron y océanos de tiempo la sepultarán. Si uno lo piensa bien la regla del universo es la ausencia de vida, inconmensurables páramos de aridez, esterilidad y muerte nos rodean por doquier y nos gritan una verdad inexorable que no queremos escuchar: la extinción de la vida orgánica es cosa de tiempo y escapa totalmente de nuestro control. Especies enteras se extinguieron antes del hombre y el hombre mismo y todo lo que hizo, quiso o deseó se extinguirá. La soberbia ignorante, la hybris humana, prefiere olvidarlo y se enfrasca en inútiles cruzadas para la salvación del planeta. Yo prefiero hacerle caso a Celia Cruz y a Lord Keynes: hay que gozar... sin pensar en el largo plazo, porque en largo plazo todos estaremos muertos.
Sobre el poder de los jueces en Latinoamèrica*
Claudio Palavecino 2 May 201102/05/11 a las 19:05 hrs.2011-05-02 19:05:02
*Fragmento de mi ensayo "Sistemas procesales e ideologías", de próxima publicaciòn en Derecho y Humanidades.
Como lúcidamente expone Montero Aroca: “Respecto de la función de la jurisdicción parece claro que hoy se mantienen sustancialmente dos posiciones: 1ª) Hay quienes sostienen que la jurisdicción persigue la actuación del derecho objetivo mediante la aplicación de la norma al caso concreto, de modo que al Estado le corresponde asegurar la actuación del derecho objetivo en todos los supuestos en los que el mismo no sea voluntariamente observado […] la actividad jurisdiccional se ejercita solo con el fin o, por lo menos, con el fin principal, de asegurar el respeto del derecho objetivo […]; 2ª) Otros sostenemos que la función de la jurisdicción debe centrarse en que el juez, siendo tercero e imparcial, es el último garante de los derechos que el Ordenamiento jurídico reconoce al individuo, y sea cual fuere la rama del mismo que se tome en consideración”. Y bajo esta misma óptica, como dice otro autor, “el individuo ha de ser libre en la medida del interés que deba moverle a luchar por su derecho o a dejarlo ignorado o insatisfecho. Se carece de razones para sostener que el derecho objetivo privado sea preferente al subjetivo y que el Estado tenga que velar por la satisfacción de éste, suplantando la voluntad de los sujetos en las relaciones jurídicas”.
La primera posición defiende el proceso civil “publificado” o “mixto”. La segunda, el proceso civil dispositivo. ¿Puede todavía sostenerse que estas dos posiciones son una alternativa ideológicamente neutral, técnica, sujeta simplemente a un criterio de oportunidad o conveniencia del legislador o sería conveniente admitir que no da precisamente lo mismo uno y otro sistema?
Partiendo de la premisa que una modalidad eficiente para la solución de los conflictos debe construirse a partir de las bases mismas del sistema socio político democrático, la alternativa legítima parece ser una sola. En efecto, en un sistema socio político que se funda en el reconocimiento y respeto de las libertades individuales, no hay disyuntiva admisible, porque mientras el sistema dispositivo se basa en la primacía de la persona sobre el Estado, el sistema inquisitivo obedece al principio inverso. “No se trata sólo de establecer quién es que puede –o debe- llevar el impulso procesal [sino de optar por] un proceso que sirva y pueda ser utilizado como medio de control social o de opresión, cual lo han pensado y puesto en práctica los regímenes totalitarios […] o, por el contrario, un proceso que sirve como último bastión de la libertad en la tutela de los derechos y garantías constitucionales”.
La corriente de procesalistas partidarios del sistema inquisitivo se esfuerza por desmentir, contra la más prístina evidencia histórica, el origen profundamente antilibertario y liberticida de sus ideas y se manifiesta partidaria de la erradicación del lenguaje jurídico procesal de toda terminología que evoque a la Inquisición. En cierto modo tal reacción es comprensible puesto que, como recordaba Lord Acton , pocos descubrimientos son tan exasperantes como los que revelan la genealogía de las ideas. Pese a los ingentes esfuerzos realizados para silenciar o absolver a los modelos procesales neo-inquisitivos de su pecado de origen , la pesada carga de su historia todavía los determina y sus promotores se traicionan, una y otra vez, cuando afirman que el fin del proceso es trascendente a las partes y que existe, no para ellas, sino para dar primacía a la realización del Derecho objetivo o la autoafirmación del Estado y otras fórmulas similares de apenas indisimulado totalitarismo.
Se intenta desacreditar la crítica al sistema inquisitivo o “mixto” mediante la caricatura taruffiana que imputa la corriente garantista la ecuación falaz "poderes de instrucción del juez = régimen autoritario". Y en tal sentido se argumenta, con notable despliegue de erudición comparatista, que muchos países incuestionablemente democráticos han implementado el proceso civil “publificado” con un juez dotado de amplios poderes formales y materiales y que nadie podría afirmar que esto los transforma en Estados autoritarios y todavía menos totalitarios. Afirmar esto es no entender nada. O no querer entender nada… (como estrategia erística esta caricatura pudiera resultar ingeniosa, pero no resiste mayor análisis para quien estudie con un mínimo de ecuanimidad la tesis garantista).
El árbol genealógico del proceso “publificado” que viene realizando pacientemente el movimiento garantista tiene por finalidad transparentar con qué fines políticos se configuró originalmente aquel sistema procesal; a qué fines perversos ha servido en determinados contextos históricos; y, lo más importante, ponernos en guardia sobre la facilidad con que, incluso en sociedades democráticas, y aparentemente respetuosas de los derechos, puede convertirse en instrumento sutil de opresión contra los ciudadanos.
Pues, en efecto, tal opresión no sólo puede provenir desde un Estado autoritario o totalitario, sino también desde los mismos contrapoderes del Estado democrático. Tan peligrosa es una justicia falta de independencia como una justicia demasiado aislada del soberano. Latinoamérica no es ajena a la existencia de unos jueces que pretenden imponer a la sociedad, inclusive contra las previsiones normativas del legislador democrático, su particular ideal de justicia social, de reasignación del ingreso; su compromiso afectivo-ideológico con determinada clase social o colectivo humano históricamente victimizado o con la necesidad de acelerar el cambio social; etcétera, fenómeno que se conoce como “gobierno de los jueces”, “activismo” o “decisionismo” judicial. Frente a la llamada ingenua a confiar en los jueces, sería altamente conveniente entender, de una vez por todas, que los jueces no son moralmente superiores a las propias partes ni a sus abogados. “Quieren presentarse como el último refugio de la virtud y del desinterés en una República abandonada por sus sacerdotes” , pero al igual que las partes y sus abogados se comportan, muchas veces, como hábiles patrocinadores de sus propios prejuicios y, a veces, ni siquiera demasiado hábiles. Y es que, parafraseando nuevamente a Nietzsche, los jueces son también “humanos, demasiado humanos” y, por tanto, están sujetos a las mismas pasiones de cualquier mortal. Para evitar que los conflictos se encarnicen o se prolonguen infinitamente las sociedades se han visto en la necesidad de darles el poder de ponerles punto final. Pero ese poder debe ser el mínimo indispensable para conseguir la paz social.
No se me escapa que “siempre es posible para el juez adoptar una actitud estratégica hacia los materiales [jurídicos], tratar de hacer que signifiquen algo distinto de lo que al principio parecía que significaban, o darles un significado que excluya otros inicialmente posibles” y que “[n]o hay ninguna definición de imperio de la ley que pueda evitar que los jueces esfuercen en esta dirección…” Pero justamente la constatación de ese inquietante poder performativo debería movernos a mantener cortas las riendas en lugar de soltarlas fatalistamente, como defiende la corriente publicista.
Así lo entendió el legislador decimonónico que tenía buenos motivos para desconfiar de la judicatura. No se olvide que una de las principales quejas contra el Antiguo Régimen fue la arbitrariedad de sus jueces y que la Revolución Francesa tuvo entre sus objetivos fundamentales precisamente terminar de una vez por todas con esa intolerable arbitrariedad judicial.
Hoy, en cambio, vivimos una suerte de regresión Ancien Régime, un “retroceso a formas premodernas de comprensión del derecho”.
En Chile y en toda Latinoamérica, la ley procesal está dejando de ser garantía y límite frente a la arbitrariedad y al abuso de poder de los jueces y, muy por el contrario, fortalece cada vez más sus prerrogativas, con lo cual multiplica exponencialmente las posibilidades de la arbitrariedad judicial.
En lugar de hallar protección en la ley, las partes y sus abogados quedan entregados a la idiosincrasia de cada juez y deben implorar o cruzar los dedos para que les toque uno prudente. Presenciamos el ejercicio de la jurisdicción desnuda, marchamos hacia la jurisdicción sin proceso.
Como lúcidamente expone Montero Aroca: “Respecto de la función de la jurisdicción parece claro que hoy se mantienen sustancialmente dos posiciones: 1ª) Hay quienes sostienen que la jurisdicción persigue la actuación del derecho objetivo mediante la aplicación de la norma al caso concreto, de modo que al Estado le corresponde asegurar la actuación del derecho objetivo en todos los supuestos en los que el mismo no sea voluntariamente observado […] la actividad jurisdiccional se ejercita solo con el fin o, por lo menos, con el fin principal, de asegurar el respeto del derecho objetivo […]; 2ª) Otros sostenemos que la función de la jurisdicción debe centrarse en que el juez, siendo tercero e imparcial, es el último garante de los derechos que el Ordenamiento jurídico reconoce al individuo, y sea cual fuere la rama del mismo que se tome en consideración”. Y bajo esta misma óptica, como dice otro autor, “el individuo ha de ser libre en la medida del interés que deba moverle a luchar por su derecho o a dejarlo ignorado o insatisfecho. Se carece de razones para sostener que el derecho objetivo privado sea preferente al subjetivo y que el Estado tenga que velar por la satisfacción de éste, suplantando la voluntad de los sujetos en las relaciones jurídicas”.
La primera posición defiende el proceso civil “publificado” o “mixto”. La segunda, el proceso civil dispositivo. ¿Puede todavía sostenerse que estas dos posiciones son una alternativa ideológicamente neutral, técnica, sujeta simplemente a un criterio de oportunidad o conveniencia del legislador o sería conveniente admitir que no da precisamente lo mismo uno y otro sistema?
Partiendo de la premisa que una modalidad eficiente para la solución de los conflictos debe construirse a partir de las bases mismas del sistema socio político democrático, la alternativa legítima parece ser una sola. En efecto, en un sistema socio político que se funda en el reconocimiento y respeto de las libertades individuales, no hay disyuntiva admisible, porque mientras el sistema dispositivo se basa en la primacía de la persona sobre el Estado, el sistema inquisitivo obedece al principio inverso. “No se trata sólo de establecer quién es que puede –o debe- llevar el impulso procesal [sino de optar por] un proceso que sirva y pueda ser utilizado como medio de control social o de opresión, cual lo han pensado y puesto en práctica los regímenes totalitarios […] o, por el contrario, un proceso que sirve como último bastión de la libertad en la tutela de los derechos y garantías constitucionales”.
La corriente de procesalistas partidarios del sistema inquisitivo se esfuerza por desmentir, contra la más prístina evidencia histórica, el origen profundamente antilibertario y liberticida de sus ideas y se manifiesta partidaria de la erradicación del lenguaje jurídico procesal de toda terminología que evoque a la Inquisición. En cierto modo tal reacción es comprensible puesto que, como recordaba Lord Acton , pocos descubrimientos son tan exasperantes como los que revelan la genealogía de las ideas. Pese a los ingentes esfuerzos realizados para silenciar o absolver a los modelos procesales neo-inquisitivos de su pecado de origen , la pesada carga de su historia todavía los determina y sus promotores se traicionan, una y otra vez, cuando afirman que el fin del proceso es trascendente a las partes y que existe, no para ellas, sino para dar primacía a la realización del Derecho objetivo o la autoafirmación del Estado y otras fórmulas similares de apenas indisimulado totalitarismo.
Se intenta desacreditar la crítica al sistema inquisitivo o “mixto” mediante la caricatura taruffiana que imputa la corriente garantista la ecuación falaz "poderes de instrucción del juez = régimen autoritario". Y en tal sentido se argumenta, con notable despliegue de erudición comparatista, que muchos países incuestionablemente democráticos han implementado el proceso civil “publificado” con un juez dotado de amplios poderes formales y materiales y que nadie podría afirmar que esto los transforma en Estados autoritarios y todavía menos totalitarios. Afirmar esto es no entender nada. O no querer entender nada… (como estrategia erística esta caricatura pudiera resultar ingeniosa, pero no resiste mayor análisis para quien estudie con un mínimo de ecuanimidad la tesis garantista).
El árbol genealógico del proceso “publificado” que viene realizando pacientemente el movimiento garantista tiene por finalidad transparentar con qué fines políticos se configuró originalmente aquel sistema procesal; a qué fines perversos ha servido en determinados contextos históricos; y, lo más importante, ponernos en guardia sobre la facilidad con que, incluso en sociedades democráticas, y aparentemente respetuosas de los derechos, puede convertirse en instrumento sutil de opresión contra los ciudadanos.
Pues, en efecto, tal opresión no sólo puede provenir desde un Estado autoritario o totalitario, sino también desde los mismos contrapoderes del Estado democrático. Tan peligrosa es una justicia falta de independencia como una justicia demasiado aislada del soberano. Latinoamérica no es ajena a la existencia de unos jueces que pretenden imponer a la sociedad, inclusive contra las previsiones normativas del legislador democrático, su particular ideal de justicia social, de reasignación del ingreso; su compromiso afectivo-ideológico con determinada clase social o colectivo humano históricamente victimizado o con la necesidad de acelerar el cambio social; etcétera, fenómeno que se conoce como “gobierno de los jueces”, “activismo” o “decisionismo” judicial. Frente a la llamada ingenua a confiar en los jueces, sería altamente conveniente entender, de una vez por todas, que los jueces no son moralmente superiores a las propias partes ni a sus abogados. “Quieren presentarse como el último refugio de la virtud y del desinterés en una República abandonada por sus sacerdotes” , pero al igual que las partes y sus abogados se comportan, muchas veces, como hábiles patrocinadores de sus propios prejuicios y, a veces, ni siquiera demasiado hábiles. Y es que, parafraseando nuevamente a Nietzsche, los jueces son también “humanos, demasiado humanos” y, por tanto, están sujetos a las mismas pasiones de cualquier mortal. Para evitar que los conflictos se encarnicen o se prolonguen infinitamente las sociedades se han visto en la necesidad de darles el poder de ponerles punto final. Pero ese poder debe ser el mínimo indispensable para conseguir la paz social.
No se me escapa que “siempre es posible para el juez adoptar una actitud estratégica hacia los materiales [jurídicos], tratar de hacer que signifiquen algo distinto de lo que al principio parecía que significaban, o darles un significado que excluya otros inicialmente posibles” y que “[n]o hay ninguna definición de imperio de la ley que pueda evitar que los jueces esfuercen en esta dirección…” Pero justamente la constatación de ese inquietante poder performativo debería movernos a mantener cortas las riendas en lugar de soltarlas fatalistamente, como defiende la corriente publicista.
Así lo entendió el legislador decimonónico que tenía buenos motivos para desconfiar de la judicatura. No se olvide que una de las principales quejas contra el Antiguo Régimen fue la arbitrariedad de sus jueces y que la Revolución Francesa tuvo entre sus objetivos fundamentales precisamente terminar de una vez por todas con esa intolerable arbitrariedad judicial.
Hoy, en cambio, vivimos una suerte de regresión Ancien Régime, un “retroceso a formas premodernas de comprensión del derecho”.
En Chile y en toda Latinoamérica, la ley procesal está dejando de ser garantía y límite frente a la arbitrariedad y al abuso de poder de los jueces y, muy por el contrario, fortalece cada vez más sus prerrogativas, con lo cual multiplica exponencialmente las posibilidades de la arbitrariedad judicial.
En lugar de hallar protección en la ley, las partes y sus abogados quedan entregados a la idiosincrasia de cada juez y deben implorar o cruzar los dedos para que les toque uno prudente. Presenciamos el ejercicio de la jurisdicción desnuda, marchamos hacia la jurisdicción sin proceso.
Reconocimiento de las convivencias por la seguridad social*
Claudio Palavecino 10 Abr 201110/04/11 a las 13:07 hrs.2011-04-10 13:07:10
*Ponencia defendida por el autor en el seminario “Convivencias y pactos de unión civil”, organizado por el Departamento de Derecho Privado, de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile (19 de noviembre de 2009).
0.- Advertencia preliminar: Esta ponencia se inscribe dentro de una indagación más amplia de los fundamentos histórico-ideológicos de las instituciones del Derecho del trabajo y de la seguridad social chilenos, que es una de mis actuales líneas de investigación. Se trata primeramente de develar que está detrás de la apariencia técnica y neutral del Derecho.Des-velar, vale decir, quitar el velo y mirar cuáles son las ideas, los modelos y valores a los que responden estas ramas del Derecho (Derecho del trabajo y Derecho de la seguridad social) tan relacionadas entre sí. La finalidad de hacer patente lo latente es contrastar la carga ideológico-valórica con las ideas y valores que inspiran a una sociedad democrática, libertaria e inclusiva y poner en evidencia las incompatibilidades.
Pues bien, se nos ha pedido hablar sobre el reconocimiento de las convivencias en la legislación de Seguridad Social
1.- Partamos, entonces, por el principio, que es la forma natural de comenzar ¿Qué es esto de la seguridad social? Advertía Friedrich Hayek, que el adjetivo “social” se había convertido en la principal fuente de confusión de nuestro vocabulario moral y político. Como de costumbre, no se equivocaba. Se dice que la seguridad social es “social” porque aborda la cobertura y protección de determinadas necesidades que de varias maneras o modos son también “sociales”. Con lo cual quedamos, más o menos, en el mismo lugar y no avanzamos mucho en la comprensión de lo que queremos definir. La doctrina comparada reconoce que el concepto de necesidad social se caracteriza por una gran indeterminación y por ser más bien el resultado de una evolución histórica. Históricamente la seguridad social aborda las necesidades más importantes de los trabajadores de la moderna sociedad industrial, para los cuales el trabajo es el medio fundamental de vida. Por ello atiende primordialmente a las vicisitudes que se producen en la actividad laboral o profesional, que originan la pérdida de salario por causas diversas o que afectan la inserción del sujeto en el mercado de trabajo.
La seguridad social se ocupa, por tanto, de necesidades que son “sociales” en cuanto afectan a vastos sectores de la sociedad, a los asalariados y sus familias, a la llamada “clase trabajadora”.
Pero hay otro alcance de lo “social” que suele quedar en la penumbra y que conviene sacar a la luz. A saber: que también estas necesidades son “sociales” porque históricamente se ha estimado que es “la sociedad” quien debe hacerse cargo de ellas, que su cobertura, debe ser financiada sino completa, cuando menos sustancialmente por “la sociedad”. Vale decir que las necesidades de la clase trabajadora deben ser solventadas por todos los contribuyentes. No hay que olvidar que “la sociedad” es una mera entelequia y cada vez que se apela a “ella” se apela subrepticiamente a todos y a cada uno de nosotros, principalmente en nuestra calidad de contribuyentes, de sujetos pasibles de exacción fiscal. Siempre encontraremos más o menos oculta tras la expresión “social”, políticas redistributivas o más eufónicamente “solidarias” o, dicho brutalmente, la necesidad de despojar a algunos de lo suyo para satisfacer las pretensiones de otros.
2.- Si bien la aspiración de la seguridad social es conseguir la cobertura de todas las necesidades sociales, lo cierto es que en prácticamente todos los países occidentales los recursos limitados han forzado a tipificar determinadas fuentes de necesidad social, denominadas técnicamente “contingencias”, y a dar cobertura únicamente a las necesidades surgidas de tales contingencias. Tradicionalmente nuestro sistema ha dado cobertura a la enfermedad y a la maternidad; a la invalidez; a la vejez; a la muerte y a la supervivencia; a los accidentes del trabajo y a las enfermedades profesionales; al desempleo y a la familia.
3.- Con ocasión precisamente de la contingencia de muerte y supervivencia, el Derecho de la seguridad social chilena reconoce por primera vez como personas protegidas a quienes no tienen con el afiliado vínculos legales de matrimonio, pero sí relaciones de hecho. En efecto, la Ley 15.386 de 11 de diciembre de 1963, expresó en su art. 24 que la madre de los hijos naturales del imponente, soltera o viuda, que estuviere viviendo a las expensas de éste, y siempre que aquéllos hubieren sido reconocidos por el causante con tres años de anterioridad a su muerte o en la inscripción del nacimiento, tendrá derecho a una pensión de montepío equivalente al 60% de la que le habría correspondido si hubiere tenido la calidad de cónyuge sobreviviente.
4.- El mismo esquema sigue la Ley 16.744, de 1° de febrero de 1968, sobre seguro social contra riesgos de accidente del trabajo y enfermedades profesionales. El art. 43° dispone que “Si el accidente o enfermedad produjere la muerte del afiliado, o si fallece el inválido pensionado, el cónyuge, sus hijos legítimos, naturales, ilegítimos o adoptivos, la madre de sus hijos naturales, así como también los ascendientes o descendientes que le causaban asignación familiar tendrán derecho a pensiones de supervivencia…”. De acuerdo al art. 45 de la Ley 16.744, para gozar de pensión de sobrevivencia la madre de los hijos naturales del causante ha debido estar “viviendo a expensas del éste hasta el momento de su muerte” y tendrá derecho a un 30% de la pensión básica que habría correspondido a la víctima por invalidez total o que perciba en el momento de la muerte. A la cónyuge, en cambio le corresponde el 50% de la pensión.
5.- La consideración jurídica, tan temprana en nuestro medio, de la madre conviviente como beneficiaria de la seguridad social podría llevarnos a un apresurada valoración de tal inclusión como un avance encomiable. La verdad es que estas normas están lejos de representar el non plus ultra del progresismo. Pese a tratarse de leyes de los años sesenta del siglo pasado, la ley 15.386 y la 16.744 se corresponden con la lógica instaurada por la sociedad industrial de principios del siglo XX, que impregna, todavía, vastos conjuntos normativos de nuestro Derecho del trabajo y de la seguridad social. Las leyes 15.386 y 16.744 replican el pacto producción-reproducción de la sociedad industrial que adjudica el primer rol (la producción) al hombre y el segundo (la reproducción) a la mujer. El liberalismo decimonónico siempre fue más progresista. Durante la revolución industrial todos trabajan (hombre, mujeres, niños). El modelo de protección laboral del s. XX, socializante y antiliberal, saca al menor de la fábrica y lo manda a la escuela y saca a la mujer de la fábrica y la manda a la casa. A la mujer se la protege, no en consideración a ella misma, como colectivo históricamente discriminado, sino por su función reproductiva y doméstica. Esta es claramente la lógica de las normas de protección a la maternidad que miran a la mujer como animal de crianza (destinada, primero, a la incubación y, luego, al cuidado de la cría) y es la misma lógica de la ley 15.386 y de la ley de accidentes del trabajo. Sólo se protege a la mujer en tanto procreadora, como una especie de retribución por haber ejercido su función procreadora, en tanto “madre de los hijos naturales del imponente” y por haber asumido dócilmente su rol doméstico, quedándose en la casa, “sin trabajar” al cuidado amoroso del macho proveedor y de la prole, puesto que para ser beneficiaria de la pensión ha debido estar viviendo “a las expensas” del imponente y las pensiones cesan una vez que la mujer contra nuevas nupcias, vale decir cuando encuentra otro varón que la mantenga.
Ahora bien, la lógica de la sociedad industrial no logra sobreponerse por completo a los valores de la sociedad tradicional que mira con malos ojos estas junturas extraconyugales, las uniones de hecho y privilegia, en cambio, las uniones sancionadas por las musarañas del cura o del funcionario público que lo remeda. En efecto, el derecho a pensión de la conviviente que estableció la ley 15.386 equivale al 60% de la pensión que le habría correspondido si hubiere tenido la calidad de cónyuge y la pensión de sobrevivencia de la ley de accidentes del trabajo es también mayor para la cónyuge que para la madre de los hijos naturales.
Pero lo más inquietante y (por qué no decirlo) escandaloso es que la lógica del pacto producción-reproducción de la sociedad industrial y el privilegio del vinculo matrimonial sobre cualquier otro perduren hasta hoy, finalizada la primera década del siglo XXI.
6.- La norma del artículo 24 de la ley 15.386 fue trasvasada en su sustancia a los arts. 5° y 9° del D.L. 3.500. El D.L. 3.500 modificado por el D.L. 3.626 reconoció ya en 1981 como “componentes del grupo familiar” y, en cuanto tales, beneficiarios de pensión de sobreviviencia, no sólo a “el o la cónyuge sobreviente” y a “los hijos legítimos” como también a los hijos “naturales o adoptivos” y “a los padres” y finalmente a “la madre de los hijos naturales del causante”. Esta última será beneficiaria de la pensión de sobrevivencia en la medida que fuere “soltera o viuda” y “viviera a expensas del causante”. La Ley 20.255 de 17 de marzo de 2008, conservando estos mismos requisitos, extendió la pensión de sobrevivencia también al “padre de los hijos de filiación no matrimonial del causante”. La Ley 20.255 mantiene el trato más favorable para la unión matrimonial toda vez que la pensión de sobrevivencia será equivalente 60% de la pensión de referencia para el o la cónyuge y, en cambio sólo al 36% para la madre o el padre de hijos de filiación no matrimonial reconocidos por el o la causante (art. 58 D.L. 3.500).
7.- Si bien la inclusión del padre de los hijos de filiación extramatrimonial como beneficiario de pensión de sobrevivencia en el sistema de pensiones del D.L. 3.500 constituye un avance, llamo la atención que esta recentísima reforma previsional no abandone en este punto la lógica reproductiva, puesto que sólo se tiene derecho al beneficio si se engendraron hijos, con lo cual quedan excluidos de protección por desaparición del proveedor o de la proveedora los integrantes de uniones de hecho no reproductivas y, notoriamente, los integrantes de uniones de hecho homosexuales. Se mantiene, asimismo, el privilegio de la unión matrimonial por sobre la unión de hecho en relación con la cuantía de la pensión.
Para finalizar, debemos preguntarnos si la pervivencia de estas normas en nuestro ordenamiento jurídico y, de la ideología que subyace en ellas, resulta compatible con una sociedad democrática, libertaria e incluyente o que, por lo menos, aspira a serlo. A mí me parece evidente que no.
0.- Advertencia preliminar: Esta ponencia se inscribe dentro de una indagación más amplia de los fundamentos histórico-ideológicos de las instituciones del Derecho del trabajo y de la seguridad social chilenos, que es una de mis actuales líneas de investigación. Se trata primeramente de develar que está detrás de la apariencia técnica y neutral del Derecho.Des-velar, vale decir, quitar el velo y mirar cuáles son las ideas, los modelos y valores a los que responden estas ramas del Derecho (Derecho del trabajo y Derecho de la seguridad social) tan relacionadas entre sí. La finalidad de hacer patente lo latente es contrastar la carga ideológico-valórica con las ideas y valores que inspiran a una sociedad democrática, libertaria e inclusiva y poner en evidencia las incompatibilidades.
Pues bien, se nos ha pedido hablar sobre el reconocimiento de las convivencias en la legislación de Seguridad Social
1.- Partamos, entonces, por el principio, que es la forma natural de comenzar ¿Qué es esto de la seguridad social? Advertía Friedrich Hayek, que el adjetivo “social” se había convertido en la principal fuente de confusión de nuestro vocabulario moral y político. Como de costumbre, no se equivocaba. Se dice que la seguridad social es “social” porque aborda la cobertura y protección de determinadas necesidades que de varias maneras o modos son también “sociales”. Con lo cual quedamos, más o menos, en el mismo lugar y no avanzamos mucho en la comprensión de lo que queremos definir. La doctrina comparada reconoce que el concepto de necesidad social se caracteriza por una gran indeterminación y por ser más bien el resultado de una evolución histórica. Históricamente la seguridad social aborda las necesidades más importantes de los trabajadores de la moderna sociedad industrial, para los cuales el trabajo es el medio fundamental de vida. Por ello atiende primordialmente a las vicisitudes que se producen en la actividad laboral o profesional, que originan la pérdida de salario por causas diversas o que afectan la inserción del sujeto en el mercado de trabajo.
La seguridad social se ocupa, por tanto, de necesidades que son “sociales” en cuanto afectan a vastos sectores de la sociedad, a los asalariados y sus familias, a la llamada “clase trabajadora”.
Pero hay otro alcance de lo “social” que suele quedar en la penumbra y que conviene sacar a la luz. A saber: que también estas necesidades son “sociales” porque históricamente se ha estimado que es “la sociedad” quien debe hacerse cargo de ellas, que su cobertura, debe ser financiada sino completa, cuando menos sustancialmente por “la sociedad”. Vale decir que las necesidades de la clase trabajadora deben ser solventadas por todos los contribuyentes. No hay que olvidar que “la sociedad” es una mera entelequia y cada vez que se apela a “ella” se apela subrepticiamente a todos y a cada uno de nosotros, principalmente en nuestra calidad de contribuyentes, de sujetos pasibles de exacción fiscal. Siempre encontraremos más o menos oculta tras la expresión “social”, políticas redistributivas o más eufónicamente “solidarias” o, dicho brutalmente, la necesidad de despojar a algunos de lo suyo para satisfacer las pretensiones de otros.
2.- Si bien la aspiración de la seguridad social es conseguir la cobertura de todas las necesidades sociales, lo cierto es que en prácticamente todos los países occidentales los recursos limitados han forzado a tipificar determinadas fuentes de necesidad social, denominadas técnicamente “contingencias”, y a dar cobertura únicamente a las necesidades surgidas de tales contingencias. Tradicionalmente nuestro sistema ha dado cobertura a la enfermedad y a la maternidad; a la invalidez; a la vejez; a la muerte y a la supervivencia; a los accidentes del trabajo y a las enfermedades profesionales; al desempleo y a la familia.
3.- Con ocasión precisamente de la contingencia de muerte y supervivencia, el Derecho de la seguridad social chilena reconoce por primera vez como personas protegidas a quienes no tienen con el afiliado vínculos legales de matrimonio, pero sí relaciones de hecho. En efecto, la Ley 15.386 de 11 de diciembre de 1963, expresó en su art. 24 que la madre de los hijos naturales del imponente, soltera o viuda, que estuviere viviendo a las expensas de éste, y siempre que aquéllos hubieren sido reconocidos por el causante con tres años de anterioridad a su muerte o en la inscripción del nacimiento, tendrá derecho a una pensión de montepío equivalente al 60% de la que le habría correspondido si hubiere tenido la calidad de cónyuge sobreviviente.
4.- El mismo esquema sigue la Ley 16.744, de 1° de febrero de 1968, sobre seguro social contra riesgos de accidente del trabajo y enfermedades profesionales. El art. 43° dispone que “Si el accidente o enfermedad produjere la muerte del afiliado, o si fallece el inválido pensionado, el cónyuge, sus hijos legítimos, naturales, ilegítimos o adoptivos, la madre de sus hijos naturales, así como también los ascendientes o descendientes que le causaban asignación familiar tendrán derecho a pensiones de supervivencia…”. De acuerdo al art. 45 de la Ley 16.744, para gozar de pensión de sobrevivencia la madre de los hijos naturales del causante ha debido estar “viviendo a expensas del éste hasta el momento de su muerte” y tendrá derecho a un 30% de la pensión básica que habría correspondido a la víctima por invalidez total o que perciba en el momento de la muerte. A la cónyuge, en cambio le corresponde el 50% de la pensión.
5.- La consideración jurídica, tan temprana en nuestro medio, de la madre conviviente como beneficiaria de la seguridad social podría llevarnos a un apresurada valoración de tal inclusión como un avance encomiable. La verdad es que estas normas están lejos de representar el non plus ultra del progresismo. Pese a tratarse de leyes de los años sesenta del siglo pasado, la ley 15.386 y la 16.744 se corresponden con la lógica instaurada por la sociedad industrial de principios del siglo XX, que impregna, todavía, vastos conjuntos normativos de nuestro Derecho del trabajo y de la seguridad social. Las leyes 15.386 y 16.744 replican el pacto producción-reproducción de la sociedad industrial que adjudica el primer rol (la producción) al hombre y el segundo (la reproducción) a la mujer. El liberalismo decimonónico siempre fue más progresista. Durante la revolución industrial todos trabajan (hombre, mujeres, niños). El modelo de protección laboral del s. XX, socializante y antiliberal, saca al menor de la fábrica y lo manda a la escuela y saca a la mujer de la fábrica y la manda a la casa. A la mujer se la protege, no en consideración a ella misma, como colectivo históricamente discriminado, sino por su función reproductiva y doméstica. Esta es claramente la lógica de las normas de protección a la maternidad que miran a la mujer como animal de crianza (destinada, primero, a la incubación y, luego, al cuidado de la cría) y es la misma lógica de la ley 15.386 y de la ley de accidentes del trabajo. Sólo se protege a la mujer en tanto procreadora, como una especie de retribución por haber ejercido su función procreadora, en tanto “madre de los hijos naturales del imponente” y por haber asumido dócilmente su rol doméstico, quedándose en la casa, “sin trabajar” al cuidado amoroso del macho proveedor y de la prole, puesto que para ser beneficiaria de la pensión ha debido estar viviendo “a las expensas” del imponente y las pensiones cesan una vez que la mujer contra nuevas nupcias, vale decir cuando encuentra otro varón que la mantenga.
Ahora bien, la lógica de la sociedad industrial no logra sobreponerse por completo a los valores de la sociedad tradicional que mira con malos ojos estas junturas extraconyugales, las uniones de hecho y privilegia, en cambio, las uniones sancionadas por las musarañas del cura o del funcionario público que lo remeda. En efecto, el derecho a pensión de la conviviente que estableció la ley 15.386 equivale al 60% de la pensión que le habría correspondido si hubiere tenido la calidad de cónyuge y la pensión de sobrevivencia de la ley de accidentes del trabajo es también mayor para la cónyuge que para la madre de los hijos naturales.
Pero lo más inquietante y (por qué no decirlo) escandaloso es que la lógica del pacto producción-reproducción de la sociedad industrial y el privilegio del vinculo matrimonial sobre cualquier otro perduren hasta hoy, finalizada la primera década del siglo XXI.
6.- La norma del artículo 24 de la ley 15.386 fue trasvasada en su sustancia a los arts. 5° y 9° del D.L. 3.500. El D.L. 3.500 modificado por el D.L. 3.626 reconoció ya en 1981 como “componentes del grupo familiar” y, en cuanto tales, beneficiarios de pensión de sobreviviencia, no sólo a “el o la cónyuge sobreviente” y a “los hijos legítimos” como también a los hijos “naturales o adoptivos” y “a los padres” y finalmente a “la madre de los hijos naturales del causante”. Esta última será beneficiaria de la pensión de sobrevivencia en la medida que fuere “soltera o viuda” y “viviera a expensas del causante”. La Ley 20.255 de 17 de marzo de 2008, conservando estos mismos requisitos, extendió la pensión de sobrevivencia también al “padre de los hijos de filiación no matrimonial del causante”. La Ley 20.255 mantiene el trato más favorable para la unión matrimonial toda vez que la pensión de sobrevivencia será equivalente 60% de la pensión de referencia para el o la cónyuge y, en cambio sólo al 36% para la madre o el padre de hijos de filiación no matrimonial reconocidos por el o la causante (art. 58 D.L. 3.500).
7.- Si bien la inclusión del padre de los hijos de filiación extramatrimonial como beneficiario de pensión de sobrevivencia en el sistema de pensiones del D.L. 3.500 constituye un avance, llamo la atención que esta recentísima reforma previsional no abandone en este punto la lógica reproductiva, puesto que sólo se tiene derecho al beneficio si se engendraron hijos, con lo cual quedan excluidos de protección por desaparición del proveedor o de la proveedora los integrantes de uniones de hecho no reproductivas y, notoriamente, los integrantes de uniones de hecho homosexuales. Se mantiene, asimismo, el privilegio de la unión matrimonial por sobre la unión de hecho en relación con la cuantía de la pensión.
Para finalizar, debemos preguntarnos si la pervivencia de estas normas en nuestro ordenamiento jurídico y, de la ideología que subyace en ellas, resulta compatible con una sociedad democrática, libertaria e incluyente o que, por lo menos, aspira a serlo. A mí me parece evidente que no.
En defensa de las formas jurìdicas 1
Claudio Palavecino 22 Mar 201122/03/11 a las 20:56 hrs.2011-03-22 20:56:22
En Chile se está produciendo un fenómeno inquietante, que denomino “la subjetivación impropia de la empresa”. En efecto, tanto la jurisprudencia administrativa como la judicial han ido prescindiendo progresivamente de la personalidad jurídica atribuyendo directamente a la empresa, concebida como mera facticidad, las obligaciones del empleador laboral. En una suerte de fetichismo jurídico –síntoma inequívoco de vulgarización- se transfiere a un ente desprovisto de personalidad los atributos propios de los sujetos personificados.
Nuestra Constitución reconoce la propiedad privada de los medios productivos y ampara la libertad económica. Parece coherente con este orden de cosas que sea el dueño o titular de la organización de factores productivos quien tome la decisión de mantenerla dentro de su patrimonio, identificada consigo mismo, o transferirla a “una persona ficticia capaz de ejercer derechos y contraer obligaciones civiles y de ser representada judicial y extrajudicialmente” (art. 545, inc. 1°, del Código Civil).
El laboralismo “progresista” sostiene, en cambio, que no cabe reducir la empresa a esa área de ejercicio soberano del derecho de propiedad y de la libertad contractual y que es posible afirmar la noción de empresa más allá de las formas jurídicas que fija el empresario. Esta corriente ha planteado insistentemente su disconformidad con el elemento formal de la definición legal de empresa, proponiendo su eliminación por vía legal o su neutralización por vía hermenéutica, para dejar subsistente un concepto puramente material o fáctico de la misma.
Se olvida que la exigencia de una “individualidad legal determinada” es un elemento indispensable para que la empresa transite desde la condición de objeto negocial a la de sujeto de Derecho. Pues la empresa en cuanto mero factum, (conjunción finalizada de factores productivos), es para el Derecho simplemente “cosa”, objeto de explotación y tráfico por quien detente sobre ella dominio, posesión o mera tenencia. Si se quiere subjetivar este factum será preciso separarlo de su titular y revestirlo de una determinada forma. Y, en efecto, lo usual será que la organización empresarial se enmarque en cualquiera de los diversos vehículos societarios que dan lugar a la personalidad jurídica o moral. Quien actúa en el tráfico jurídico celebrando contratos, contrayendo o extinguiendo obligaciones, no es jamás la empresa en cuanto mera realidad fáctica, sino la persona jurídica que es el sujeto de derechos, a quien el ordenamiento reconoce capacidad de goce y de ejercicio de derechos subjetivos. No puede ser de otro modo, porque “para todos los efectos legales” sólo puede ser empleador una “persona natural o jurídica”, según la definición de “empleador” contenida en la norma del art. 3° letra a) del Código del Trabajo.
Si la individualidad legal de las empresas deviene irrelevante, el riesgo es que la autoridad administrativa o judicial extienda la identidad empresa-empleador a supuestos distintos del fraude a los trabajadores. Vale decir, que se haga solidariamente responsable por obligaciones laborales y de seguridad social a empresas relacionadas, por la sola circunstancia de serlo, aunque no exista entre ellas ocupación simultánea e irregular de trabajadores, ni ánimo defraudatorio de ninguna clase. La jurisprudencia podría también ampliar la extensión del concepto todavía más allá del grupo empresarial, al punto que una hipertrofiada noción de empresa termine por fagocitar la distinción entre empresa principal, contratistas y subcontratistas.
Pero acaso lo más preocupante no sea lo anterior, sino el surgimiento de relaciones de trabajo, no por contrato, sino por mero arbitrio de la Administración o la Judicatura. En definitiva, la negación al empleador de su libertad de contratación laboral, reconocida explícitamente, en el art. 19 N°16 de la Constitución. El contenido de esta garantía fue definido con sencillez y claridad ejemplares en el seno de la Comisión de Estudios para la Nueva Constitución (CENC), donde se dijo que “en su esencia este derecho asegura que a nadie le será impuesto un trabajo o un trabajador”.
Conviene tener presente, por otro lado, que los procesos de división, filialización u otras formas de dispersión societarios obedecen casi siempre a optimizaciones operativas y/o tributarias de las empresas y, en general, a motivos totalmente legítimos y ajenos a “lo laboral”. Contra lo que el prejuicio ideológico sugiere, las reestructuraciones societarias buscan fines muy distintos al fraude laboral. Puede haber excepciones, pero nuestro ordenamiento jurídico contiene, hace ya tiempo, las herramientas para sancionar drásticamente la simulación o, en general, cualquier subterfugio en perjuicio de los trabajadores. Me refiero a las figuras de fraude contra los trabajadores tipificadas en el art. 507 del Código del Trabajo. Es aquí, precisamente, donde la teoría del levantamiento del velo corporativo encuentra su único lugar y, por cierto, sus justos límites. A saber, cuando el trabajador denuncia, y juez consigue constatar, un fraude, vale decir, una apariencia diseñada por el empleador con el fin exclusivo de ocultarse y evadir sus obligaciones. Este es el único supuesto en que la ley laboral autoriza al juez para rasgar las formas jurídicas y pesquisar la configuración material de las relaciones comprometidas.
El juez laboral debe utilizar la teoría del levantamiento del velo societario con exquisita prudencia, desoyendo los peligrosos cantos de sirena del laboralismo “progresista”, que lo incitan a hacer estallar las formas jurídicas al mínimo pretexto. No debería olvidar, por último, dicho juez, las palabras de un verdadero maestro de la disciplina (SOTO CALDERÓN) quien afirmó que “la única vía para dar origen a una relación jurídica laboral reconocida por el sistema del Derecho del Trabajo es el contrato, que constituye la exclusiva vía de obligarse en una sociedad de hombres libres”.
Nuestra Constitución reconoce la propiedad privada de los medios productivos y ampara la libertad económica. Parece coherente con este orden de cosas que sea el dueño o titular de la organización de factores productivos quien tome la decisión de mantenerla dentro de su patrimonio, identificada consigo mismo, o transferirla a “una persona ficticia capaz de ejercer derechos y contraer obligaciones civiles y de ser representada judicial y extrajudicialmente” (art. 545, inc. 1°, del Código Civil).
El laboralismo “progresista” sostiene, en cambio, que no cabe reducir la empresa a esa área de ejercicio soberano del derecho de propiedad y de la libertad contractual y que es posible afirmar la noción de empresa más allá de las formas jurídicas que fija el empresario. Esta corriente ha planteado insistentemente su disconformidad con el elemento formal de la definición legal de empresa, proponiendo su eliminación por vía legal o su neutralización por vía hermenéutica, para dejar subsistente un concepto puramente material o fáctico de la misma.
Se olvida que la exigencia de una “individualidad legal determinada” es un elemento indispensable para que la empresa transite desde la condición de objeto negocial a la de sujeto de Derecho. Pues la empresa en cuanto mero factum, (conjunción finalizada de factores productivos), es para el Derecho simplemente “cosa”, objeto de explotación y tráfico por quien detente sobre ella dominio, posesión o mera tenencia. Si se quiere subjetivar este factum será preciso separarlo de su titular y revestirlo de una determinada forma. Y, en efecto, lo usual será que la organización empresarial se enmarque en cualquiera de los diversos vehículos societarios que dan lugar a la personalidad jurídica o moral. Quien actúa en el tráfico jurídico celebrando contratos, contrayendo o extinguiendo obligaciones, no es jamás la empresa en cuanto mera realidad fáctica, sino la persona jurídica que es el sujeto de derechos, a quien el ordenamiento reconoce capacidad de goce y de ejercicio de derechos subjetivos. No puede ser de otro modo, porque “para todos los efectos legales” sólo puede ser empleador una “persona natural o jurídica”, según la definición de “empleador” contenida en la norma del art. 3° letra a) del Código del Trabajo.
Si la individualidad legal de las empresas deviene irrelevante, el riesgo es que la autoridad administrativa o judicial extienda la identidad empresa-empleador a supuestos distintos del fraude a los trabajadores. Vale decir, que se haga solidariamente responsable por obligaciones laborales y de seguridad social a empresas relacionadas, por la sola circunstancia de serlo, aunque no exista entre ellas ocupación simultánea e irregular de trabajadores, ni ánimo defraudatorio de ninguna clase. La jurisprudencia podría también ampliar la extensión del concepto todavía más allá del grupo empresarial, al punto que una hipertrofiada noción de empresa termine por fagocitar la distinción entre empresa principal, contratistas y subcontratistas.
Pero acaso lo más preocupante no sea lo anterior, sino el surgimiento de relaciones de trabajo, no por contrato, sino por mero arbitrio de la Administración o la Judicatura. En definitiva, la negación al empleador de su libertad de contratación laboral, reconocida explícitamente, en el art. 19 N°16 de la Constitución. El contenido de esta garantía fue definido con sencillez y claridad ejemplares en el seno de la Comisión de Estudios para la Nueva Constitución (CENC), donde se dijo que “en su esencia este derecho asegura que a nadie le será impuesto un trabajo o un trabajador”.
Conviene tener presente, por otro lado, que los procesos de división, filialización u otras formas de dispersión societarios obedecen casi siempre a optimizaciones operativas y/o tributarias de las empresas y, en general, a motivos totalmente legítimos y ajenos a “lo laboral”. Contra lo que el prejuicio ideológico sugiere, las reestructuraciones societarias buscan fines muy distintos al fraude laboral. Puede haber excepciones, pero nuestro ordenamiento jurídico contiene, hace ya tiempo, las herramientas para sancionar drásticamente la simulación o, en general, cualquier subterfugio en perjuicio de los trabajadores. Me refiero a las figuras de fraude contra los trabajadores tipificadas en el art. 507 del Código del Trabajo. Es aquí, precisamente, donde la teoría del levantamiento del velo corporativo encuentra su único lugar y, por cierto, sus justos límites. A saber, cuando el trabajador denuncia, y juez consigue constatar, un fraude, vale decir, una apariencia diseñada por el empleador con el fin exclusivo de ocultarse y evadir sus obligaciones. Este es el único supuesto en que la ley laboral autoriza al juez para rasgar las formas jurídicas y pesquisar la configuración material de las relaciones comprometidas.
El juez laboral debe utilizar la teoría del levantamiento del velo societario con exquisita prudencia, desoyendo los peligrosos cantos de sirena del laboralismo “progresista”, que lo incitan a hacer estallar las formas jurídicas al mínimo pretexto. No debería olvidar, por último, dicho juez, las palabras de un verdadero maestro de la disciplina (SOTO CALDERÓN) quien afirmó que “la única vía para dar origen a una relación jurídica laboral reconocida por el sistema del Derecho del Trabajo es el contrato, que constituye la exclusiva vía de obligarse en una sociedad de hombres libres”.
Igualdad v/s prohibición de discriminaciòn 1
Claudio Palavecino 9 Mar 201109/03/11 a las 19:55 hrs.2011-03-09 19:55:09
El artículo 19 Nº 2 CPR enuncia en su primer inciso la igualdad ante la ley y, en el inciso siguiente, prohíbe efectuar “diferencias arbitrarias”. En este artículo no se habla propiamente de “discriminación”, sin embargo, dentro de nuestra cultura jurídica nadie discute que la expresión empleada en su lugar, “diferencias arbitrarias”, comprende aquella noción.
Ahora bien, la prohibición de discriminación fue concebida por el Constituyente como una manifestación o, todavía mejor, como una especificación de la igualdad ante la ley, sin que, por tanto, venga dotada ex origine de un contenido propio como disposición diferenciada y autónoma. Por su parte, y acaso determinadas por este dato normativo, tanto la jurisprudencia de los tribunales, como la doctrina científica chilenas, vienen considerando el art. 19 Nº 2 CPR como un bloque unitario, entendiendo que el precepto contenido en el inciso segundo prohíbe la discriminación en un sentido muy amplio, el cual incluye cualquier desigualdad no razonable.
Lo anterior pone en evidencia una incomprensión y un atraso en relación con la evolución de la doctrina y del derecho comparados y, sobre todo, con los instrumentos internacionales de protección de derechos humanos, donde el concepto de discriminación no alude a cualquier diferenciación, sino a aquella que se funda en un prejuicio negativo en virtud del cual los miembros de un grupo son tratados como seres no ya diferentes, sino inferiores. El motivo de la distinción es, por tanto, harto más que irrazonable: es odioso, y de ningún modo puede aceptarse porque resulta humillante para quienes sufren esa marginación. El término “discriminación” alude, pues, en las fuentes mencionadas, a una diferencia injusta de trato contra determinados grupos que se encuentran de hecho en una posición desventajosa.
La fórmula amplia utilizada por el Constituyente, en la medida que extiende el ámbito de acción de la prohibición de discriminación a cualquier supuesto de injustificada desigualdad, banaliza el concepto al equipar la diferenciación odiosa con la simplemente irrazonable, sin considerar el mayor desvalor de aquélla.
Además, la prohibición de discriminación concebida como mera concreción de la igualdad perjudica el sentido “promocional” que esta cláusula tiene en el derecho internacional y comparado, pues mientras el principio de igualdad fija sólo un límite de acción al legislador, la interdicción de la discriminación concebida como un trato desfavorable contra una categoría o grupo determinado de personas, justifica la adopción de medidas positivas a favor de los colectivos socialmente discriminados.
Pero acaso la consecuencia más indeseable de la confusión entre el principio de igualdad y la interdicción de la discriminación se produzca con ocasión de su extensión al ámbito de actuación de los particulares. En efecto, mientras la prohibición de efectuar “diferencias arbitrarias” que la Constitución dirige a los poderes públicos aparece como un límite necesario a la actuación de esos poderes, que desemboca, en definitiva, en una garantía de libertad para los particulares frente a la insaciable voluntad de poder de Leviatán, pretender imponer el mismo estándar de justificación a las relaciones inter privatos tendría como consecuencia abolir buena parte de la libertad individual. El principio de igualdad no puede erigirse como límite a la actuación de los particulares puesto que implicaría la necesidad de justificar racionalmente toda diferencia de trato respecto del prójimo bajo amenaza de ilicitud y de revisión y hasta reversión por los órganos jurisdiccionales dotados de poderes de control constitucional. Un Estado respetuoso de la libertad de sus ciudadanos no puede imponerles semejante estándar, pero sí, en cambio, puede limitar su actuación mediante la proscripción legal de determinados motivos considerados especialmente odiosos y socialmente intolerables. Tal es el papel que cumple la proscripción de la discriminación, cuando se la concibe autónomamente del principio de igualdad.
La confusión conceptual del Constituyente se reitera con ocasión de las garantías laborales específicas, puesto que la Constitución establece que “se prohibe cualquiera discriminación que no se base en la capacidad o idoneidad personal” (art. 19 Nº 16 inc. 3º CPR). Concebida en los mismos términos amplios que la prohibición de establecer diferencias arbitrarias del art. 19 Nº 2 CPR, y por tanto, como mera concreción del principio de igualdad, la prohibición de discriminación laboral impondría a los empleadores un estándar de justificación de sus decisiones completamente irreal, exorbitado y paralizante.
Afortunadamente, la legislación laboral ha venido a desarrollar el texto constitucional de un modo más razonable y respetuoso de los poderes empresariales, siguiendo muy de cerca el art.1º del Convenio 111 de la OIT. En efecto, cuando el art. 2º CT (modificado por la Ley 19.759, de 5 de octubre de 2001) define los actos de discriminación como las distinciones, exclusiones o preferencias basadas en motivos de: raza, color, sexo, edad, estado civil, sindicación, religión, opinión política, nacionalidad, ascendencia nacional u origen social, que tengan por objeto anular o alterar la igualdad de oportunidades o de trato en el empleo y la ocupación.
Coherente con esta mejor comprensión de la proscripción de la discriminación, y a diferencia de lo que ocurre respecto de otros derechos fundamentales, el art. 485 CT no se remite al texto constitucional a la hora de ofrecer la tutela jurisdiccional correspondiente contra los actos discriminatorios, sino directamente a la citada norma legal contenida en el art. 2º CT. De este modo, el empleador no se verá obligado a justificar siempre y en cualquier circunstancia, frente a cualquier cuestionamiento, sus decisiones en materia de empleo, sino únicamente cuando aparezcan indicios o presunciones suficientes que aquellas pudieren haber tenido su causa en los motivos legalmente tipificados.
Ahora bien, la prohibición de discriminación fue concebida por el Constituyente como una manifestación o, todavía mejor, como una especificación de la igualdad ante la ley, sin que, por tanto, venga dotada ex origine de un contenido propio como disposición diferenciada y autónoma. Por su parte, y acaso determinadas por este dato normativo, tanto la jurisprudencia de los tribunales, como la doctrina científica chilenas, vienen considerando el art. 19 Nº 2 CPR como un bloque unitario, entendiendo que el precepto contenido en el inciso segundo prohíbe la discriminación en un sentido muy amplio, el cual incluye cualquier desigualdad no razonable.
Lo anterior pone en evidencia una incomprensión y un atraso en relación con la evolución de la doctrina y del derecho comparados y, sobre todo, con los instrumentos internacionales de protección de derechos humanos, donde el concepto de discriminación no alude a cualquier diferenciación, sino a aquella que se funda en un prejuicio negativo en virtud del cual los miembros de un grupo son tratados como seres no ya diferentes, sino inferiores. El motivo de la distinción es, por tanto, harto más que irrazonable: es odioso, y de ningún modo puede aceptarse porque resulta humillante para quienes sufren esa marginación. El término “discriminación” alude, pues, en las fuentes mencionadas, a una diferencia injusta de trato contra determinados grupos que se encuentran de hecho en una posición desventajosa.
La fórmula amplia utilizada por el Constituyente, en la medida que extiende el ámbito de acción de la prohibición de discriminación a cualquier supuesto de injustificada desigualdad, banaliza el concepto al equipar la diferenciación odiosa con la simplemente irrazonable, sin considerar el mayor desvalor de aquélla.
Además, la prohibición de discriminación concebida como mera concreción de la igualdad perjudica el sentido “promocional” que esta cláusula tiene en el derecho internacional y comparado, pues mientras el principio de igualdad fija sólo un límite de acción al legislador, la interdicción de la discriminación concebida como un trato desfavorable contra una categoría o grupo determinado de personas, justifica la adopción de medidas positivas a favor de los colectivos socialmente discriminados.
Pero acaso la consecuencia más indeseable de la confusión entre el principio de igualdad y la interdicción de la discriminación se produzca con ocasión de su extensión al ámbito de actuación de los particulares. En efecto, mientras la prohibición de efectuar “diferencias arbitrarias” que la Constitución dirige a los poderes públicos aparece como un límite necesario a la actuación de esos poderes, que desemboca, en definitiva, en una garantía de libertad para los particulares frente a la insaciable voluntad de poder de Leviatán, pretender imponer el mismo estándar de justificación a las relaciones inter privatos tendría como consecuencia abolir buena parte de la libertad individual. El principio de igualdad no puede erigirse como límite a la actuación de los particulares puesto que implicaría la necesidad de justificar racionalmente toda diferencia de trato respecto del prójimo bajo amenaza de ilicitud y de revisión y hasta reversión por los órganos jurisdiccionales dotados de poderes de control constitucional. Un Estado respetuoso de la libertad de sus ciudadanos no puede imponerles semejante estándar, pero sí, en cambio, puede limitar su actuación mediante la proscripción legal de determinados motivos considerados especialmente odiosos y socialmente intolerables. Tal es el papel que cumple la proscripción de la discriminación, cuando se la concibe autónomamente del principio de igualdad.
La confusión conceptual del Constituyente se reitera con ocasión de las garantías laborales específicas, puesto que la Constitución establece que “se prohibe cualquiera discriminación que no se base en la capacidad o idoneidad personal” (art. 19 Nº 16 inc. 3º CPR). Concebida en los mismos términos amplios que la prohibición de establecer diferencias arbitrarias del art. 19 Nº 2 CPR, y por tanto, como mera concreción del principio de igualdad, la prohibición de discriminación laboral impondría a los empleadores un estándar de justificación de sus decisiones completamente irreal, exorbitado y paralizante.
Afortunadamente, la legislación laboral ha venido a desarrollar el texto constitucional de un modo más razonable y respetuoso de los poderes empresariales, siguiendo muy de cerca el art.1º del Convenio 111 de la OIT. En efecto, cuando el art. 2º CT (modificado por la Ley 19.759, de 5 de octubre de 2001) define los actos de discriminación como las distinciones, exclusiones o preferencias basadas en motivos de: raza, color, sexo, edad, estado civil, sindicación, religión, opinión política, nacionalidad, ascendencia nacional u origen social, que tengan por objeto anular o alterar la igualdad de oportunidades o de trato en el empleo y la ocupación.
Coherente con esta mejor comprensión de la proscripción de la discriminación, y a diferencia de lo que ocurre respecto de otros derechos fundamentales, el art. 485 CT no se remite al texto constitucional a la hora de ofrecer la tutela jurisdiccional correspondiente contra los actos discriminatorios, sino directamente a la citada norma legal contenida en el art. 2º CT. De este modo, el empleador no se verá obligado a justificar siempre y en cualquier circunstancia, frente a cualquier cuestionamiento, sus decisiones en materia de empleo, sino únicamente cuando aparezcan indicios o presunciones suficientes que aquellas pudieren haber tenido su causa en los motivos legalmente tipificados.
Indemnización por años de servicio v/s seguro de cesantía* 1
Claudio Palavecino 5 Mar 201105/03/11 a las 21:05 hrs.2011-03-05 21:05:05
*Intervención en el Primer Congreso Estudiantil de Derecho y Economía (viernes 8 de octubre de 2010)
Ya sé que casi todos los ponentes o panelistas en este Congreso han dado sus felicitaciones a sus organizadores. Aun a riesgo de ser reiterativo y, encima, consumir algunos segundos de mis siete minutos yo quiero insistir de todos modos en esas felicitaciones. Especialmente por la feliz idea de abordar las vinculaciones entre el derecho y la economía y abandonar, aunque sea por un momento, el estudio de estas disciplinas como compartimentos estancos.
No niego que la parcelación de la realidad que efectúan las ciencias sea útil y acaso indispensable metodológicamente, pues nuestra percepción del mundo es, por desgracia, limitada, nunca tenemos la visión completa, el ojo de Dios, el panóptico, de manera que para abordar su conocimiento hay que delimitar objetos de conocimiento, acotarlos, pero sin olvidarse que ese parcelamiento es un ejercicio convencional y probablemente arbitrario. Cada disciplina desgarra el mundo para poder abarcar y asir, al menos, un pedacito del mismo. Pero, insisto, nunca debería perderse la consciencia de esta operación intelectual.
Uno de los grandes errores que siempre reprocho a mis colegas juslaboralistas es que conciben el Derecho del trabajo como un sistema cerrado y autosuficiente, como una realidad autónoma, inconexa y, entonces, las fórmulas, las explicaciones y construcciones teóricas que plantean están totalmente desconectadas con los otros sistemas concurrentes tales como la empresa, la economía del país, la economía mundial, las demás ramas de Derecho, etc. No les interesa nada más que el Derecho del trabajo ¡Que viva el Derecho del trabajo y que el mundo perezca! Y esto es un error. Un error gravísimo porque los delirios de los laboralistas muchas veces cuajan en leyes y estas producen impacto sobre la sociedad..
El Derecho del Trabajo está entrañablemente ligado a la Economía porque se ocupa precisamente de una porción del fenómeno económico, se ocupa de las relaciones entre capital y trabajo, de las relaciones que, con ocasión de la producción de bienes y servicios, se traban entre el poseedor del capital y el poseedor de la fuerza de trabajo. El Derecho del Trabajo se ocupa de las relaciones que se traban entre el empresario y el trabajador. Son relaciones de cooperación, puesto que actuando coordinadamente producen bienes y servicios, pero también estas relaciones dan lugar a conflictos. Hay un conflicto basal en estas relaciones porque la fuerza laboral es, al fin y al cabo, un costo más para la empresa y todo empresario que quiera sobrevivir y medrar como tal debe mantener un férreo control sobre sus costos.
A su vez todo trabajador aspira naturalmente a incrementar sus ingresos. Vivimos en una sociedad de consumo y, no nos engañemos, nuestra capacidad como consumidores determina en buena parte nuestra posición en la pirámide social, nuestra consideración social e incluso nuestra propia autoestima. Y para la mayoría de los mortales la capacidad de consumo viene determinada por el monto de sus salarios, de sus remuneraciones como trabajadores dependientes.
Es por eso que la pérdida del trabajo en muchos casos es una catástrofe en la biografía de cualquier persona. Se comprende entonces que el término del contrato de trabajo sea un tema especialmente sensible para el Derecho del trabajo tradicional y que este promueva como uno de sus principios fundamentales la estabilidad en el empleo. El Derecho del trabajo tradicional apuesta por mantener al trabajador en su empleo y consecuente con este objetivo rigidiza la posibilidad de salida del contrato de trabajo. Una vez que el trabajador entró a la empresa, el Derecho del trabajo cierra la puerta o, todo lo más, deja apenas un portillo. Con tal fin se inventa un régimen causado de terminación; nulidades de despidos; indemnizaciones de la más diversa índole y recargos, multas y toda una maquinaria infernal de control administrativo y judicial del despido. Lo que se querría es que el trabajador que consiguió un empleo no lo soltara más.
Pero miremos ahora el fenómeno desde la perspectiva de la empresa. Y aquí voy a repetir algo que le escuché hace unos meses en Concepción al profesor Dr. Eduardo Caamaño, del cual, como sabrán, me separa un océano ideológico, lo cual, sin embargo, no me ciega para reconocer que, esta vez, tuvo un destello de formidable lucidez. Caamaño dijo: “grábense bien esto: las empresas no dan trabajo; las empresas necesitan trabajo”.
Lo cual es totalmente cierto, al menos a corto y mediano plazo (pues no sabemos si se cumplirán en el futuro los vaticinios sobre el fin del trabajo de pitonisos como Rifkin o Ulrich Beck o incluso de alguien harto más serio que los dos anteriores como Jürgen Habermas quien en El discurso filosófico de la modernidad vislumbra el fin de la sociedad basada en trabajo). Pero si admitimos que las empresas necesitan trabajo, vale decir, que no dan trabajo graciosamente como el magnate que arroja monedas al mendigo, entonces, hay que aceptar también la consecuencia que se deriva de esa afirmación. Si las empresas necesitan trabajo quiere decir, entonces, que las empresas tienen sumo interés en retener a sus trabajadores y que en circunstancias ordinarias no se deshacen de ellos por mero capricho o para satisfacer una sádica maldad.
¿Cuándo se toma la decisión de despedir a un trabajador? Básicamente yo diría que los motivos son dos, o se trata de velar por la supervivencia de la empresa frente a circunstancias adversas que obligan racionalizar los recursos, incluido el recurso humano o bien es que el trabajador es inepto, que no sirve.
Frente a esto el Derecho del trabajo es ciego y sordo y loco. En efecto, la legislación laboral trata por todos los medios que el empresario mantenga al trabajador en su puesto; que se suicide. Y para ello pone en marcha toda esa maquinaria infernal que ya hemos mencionado. Se busca encarecer el despido, incrementar los costos de reemplazo del trabajador. Y entonces el empresario que necesita de todos modos reducir personal (porque obviamente no se va suicidar) ya no decidirá en función de la productividad del trabajador, sino de su mayor o menor antigüedad y, como al final, la racionalidad económica siempre termina imponiéndose, el Derecho laboral provocará precisamente el efecto que quería impedir: la rotación de trabajadores para evitar que cumplan la antigüedad que genera indemnización. El resultado está a la vista, en Chile las indemnizaciones por término de contrato las terminan percibiendo cuatro gatos. De acuerdo a los estudios, sólo un 6,44% de las personas que son despedidos, cumplen las condiciones que les permiten acceder a indemnización. Es decir, cerca de 94% de las personas que trabajan, al ser despedidos, no tiene derecho a ellas. Y menos de 20% de los trabajadores que tienen derecho a indemnización por años de servicio logran cobrar al menos una parte de su crédito. Este 20% que cobra es equivalente a un 1,25% del total de las personas que pierden el empleo, que tenían contrato indefinido y que trabajan un año o más en la misma empresa.
Ahora, ustedes me dirán, puede ser cierto lo que dice profesor, pero ud. mismo acaba de afirmar que perder el trabajo es una catástrofe en la biografía de cualquier persona, y así es, efectivamente, en cuanto el cesante queda temporalmente privado de sustento, y probablemente también su grupo familiar quede en la misma precaria situación. Evidentemente que desde esa visión solidaria de la sociedad que tanto les entusiasma a los jóvenes y en general a la gente romántica, la sociedad tiene un problema, a saber, cómo reemplazar el salario del trabajador durante el lapso que tarda en volver a emplearse, de manera que ni él ni su familia caigan en la indigencia. Y en ese contexto, si uds. me colocan en la disyuntiva entre seguro de cesantía versus indemnizaciones, evidentemente me quedo con el primero. Y si me apuran, yo defendería seguro de cesantía y libre despido, desactivar de una vez por toda esa maquinaria inquisitorial frente al despido. Ese sería mi mundo ideal. Pero no me ilusiono, de una parte porque no existe auténtica voluntad ni respaldo político para una reforma en tal sentido y, por otra, porque el laboralismo tradicional que tanto les gusta a ustedes se resiste visceralmente a cambiar su lógica antiliberal e intervencionista, la lógica de la estabilidad en el empleo por la de la empleabilidad.
Nunca van a entender que la mejor protección para los trabajadores no proviene de la ley laboral sino del pleno empleo. Si quieren mejorar los estándares de vida de nuestros trabajadores tendrán que abogar no por más, sino por menos Derecho del trabajo. Muchas gracias.
Ya sé que casi todos los ponentes o panelistas en este Congreso han dado sus felicitaciones a sus organizadores. Aun a riesgo de ser reiterativo y, encima, consumir algunos segundos de mis siete minutos yo quiero insistir de todos modos en esas felicitaciones. Especialmente por la feliz idea de abordar las vinculaciones entre el derecho y la economía y abandonar, aunque sea por un momento, el estudio de estas disciplinas como compartimentos estancos.
No niego que la parcelación de la realidad que efectúan las ciencias sea útil y acaso indispensable metodológicamente, pues nuestra percepción del mundo es, por desgracia, limitada, nunca tenemos la visión completa, el ojo de Dios, el panóptico, de manera que para abordar su conocimiento hay que delimitar objetos de conocimiento, acotarlos, pero sin olvidarse que ese parcelamiento es un ejercicio convencional y probablemente arbitrario. Cada disciplina desgarra el mundo para poder abarcar y asir, al menos, un pedacito del mismo. Pero, insisto, nunca debería perderse la consciencia de esta operación intelectual.
Uno de los grandes errores que siempre reprocho a mis colegas juslaboralistas es que conciben el Derecho del trabajo como un sistema cerrado y autosuficiente, como una realidad autónoma, inconexa y, entonces, las fórmulas, las explicaciones y construcciones teóricas que plantean están totalmente desconectadas con los otros sistemas concurrentes tales como la empresa, la economía del país, la economía mundial, las demás ramas de Derecho, etc. No les interesa nada más que el Derecho del trabajo ¡Que viva el Derecho del trabajo y que el mundo perezca! Y esto es un error. Un error gravísimo porque los delirios de los laboralistas muchas veces cuajan en leyes y estas producen impacto sobre la sociedad..
El Derecho del Trabajo está entrañablemente ligado a la Economía porque se ocupa precisamente de una porción del fenómeno económico, se ocupa de las relaciones entre capital y trabajo, de las relaciones que, con ocasión de la producción de bienes y servicios, se traban entre el poseedor del capital y el poseedor de la fuerza de trabajo. El Derecho del Trabajo se ocupa de las relaciones que se traban entre el empresario y el trabajador. Son relaciones de cooperación, puesto que actuando coordinadamente producen bienes y servicios, pero también estas relaciones dan lugar a conflictos. Hay un conflicto basal en estas relaciones porque la fuerza laboral es, al fin y al cabo, un costo más para la empresa y todo empresario que quiera sobrevivir y medrar como tal debe mantener un férreo control sobre sus costos.
A su vez todo trabajador aspira naturalmente a incrementar sus ingresos. Vivimos en una sociedad de consumo y, no nos engañemos, nuestra capacidad como consumidores determina en buena parte nuestra posición en la pirámide social, nuestra consideración social e incluso nuestra propia autoestima. Y para la mayoría de los mortales la capacidad de consumo viene determinada por el monto de sus salarios, de sus remuneraciones como trabajadores dependientes.
Es por eso que la pérdida del trabajo en muchos casos es una catástrofe en la biografía de cualquier persona. Se comprende entonces que el término del contrato de trabajo sea un tema especialmente sensible para el Derecho del trabajo tradicional y que este promueva como uno de sus principios fundamentales la estabilidad en el empleo. El Derecho del trabajo tradicional apuesta por mantener al trabajador en su empleo y consecuente con este objetivo rigidiza la posibilidad de salida del contrato de trabajo. Una vez que el trabajador entró a la empresa, el Derecho del trabajo cierra la puerta o, todo lo más, deja apenas un portillo. Con tal fin se inventa un régimen causado de terminación; nulidades de despidos; indemnizaciones de la más diversa índole y recargos, multas y toda una maquinaria infernal de control administrativo y judicial del despido. Lo que se querría es que el trabajador que consiguió un empleo no lo soltara más.
Pero miremos ahora el fenómeno desde la perspectiva de la empresa. Y aquí voy a repetir algo que le escuché hace unos meses en Concepción al profesor Dr. Eduardo Caamaño, del cual, como sabrán, me separa un océano ideológico, lo cual, sin embargo, no me ciega para reconocer que, esta vez, tuvo un destello de formidable lucidez. Caamaño dijo: “grábense bien esto: las empresas no dan trabajo; las empresas necesitan trabajo”.
Lo cual es totalmente cierto, al menos a corto y mediano plazo (pues no sabemos si se cumplirán en el futuro los vaticinios sobre el fin del trabajo de pitonisos como Rifkin o Ulrich Beck o incluso de alguien harto más serio que los dos anteriores como Jürgen Habermas quien en El discurso filosófico de la modernidad vislumbra el fin de la sociedad basada en trabajo). Pero si admitimos que las empresas necesitan trabajo, vale decir, que no dan trabajo graciosamente como el magnate que arroja monedas al mendigo, entonces, hay que aceptar también la consecuencia que se deriva de esa afirmación. Si las empresas necesitan trabajo quiere decir, entonces, que las empresas tienen sumo interés en retener a sus trabajadores y que en circunstancias ordinarias no se deshacen de ellos por mero capricho o para satisfacer una sádica maldad.
¿Cuándo se toma la decisión de despedir a un trabajador? Básicamente yo diría que los motivos son dos, o se trata de velar por la supervivencia de la empresa frente a circunstancias adversas que obligan racionalizar los recursos, incluido el recurso humano o bien es que el trabajador es inepto, que no sirve.
Frente a esto el Derecho del trabajo es ciego y sordo y loco. En efecto, la legislación laboral trata por todos los medios que el empresario mantenga al trabajador en su puesto; que se suicide. Y para ello pone en marcha toda esa maquinaria infernal que ya hemos mencionado. Se busca encarecer el despido, incrementar los costos de reemplazo del trabajador. Y entonces el empresario que necesita de todos modos reducir personal (porque obviamente no se va suicidar) ya no decidirá en función de la productividad del trabajador, sino de su mayor o menor antigüedad y, como al final, la racionalidad económica siempre termina imponiéndose, el Derecho laboral provocará precisamente el efecto que quería impedir: la rotación de trabajadores para evitar que cumplan la antigüedad que genera indemnización. El resultado está a la vista, en Chile las indemnizaciones por término de contrato las terminan percibiendo cuatro gatos. De acuerdo a los estudios, sólo un 6,44% de las personas que son despedidos, cumplen las condiciones que les permiten acceder a indemnización. Es decir, cerca de 94% de las personas que trabajan, al ser despedidos, no tiene derecho a ellas. Y menos de 20% de los trabajadores que tienen derecho a indemnización por años de servicio logran cobrar al menos una parte de su crédito. Este 20% que cobra es equivalente a un 1,25% del total de las personas que pierden el empleo, que tenían contrato indefinido y que trabajan un año o más en la misma empresa.
Ahora, ustedes me dirán, puede ser cierto lo que dice profesor, pero ud. mismo acaba de afirmar que perder el trabajo es una catástrofe en la biografía de cualquier persona, y así es, efectivamente, en cuanto el cesante queda temporalmente privado de sustento, y probablemente también su grupo familiar quede en la misma precaria situación. Evidentemente que desde esa visión solidaria de la sociedad que tanto les entusiasma a los jóvenes y en general a la gente romántica, la sociedad tiene un problema, a saber, cómo reemplazar el salario del trabajador durante el lapso que tarda en volver a emplearse, de manera que ni él ni su familia caigan en la indigencia. Y en ese contexto, si uds. me colocan en la disyuntiva entre seguro de cesantía versus indemnizaciones, evidentemente me quedo con el primero. Y si me apuran, yo defendería seguro de cesantía y libre despido, desactivar de una vez por toda esa maquinaria inquisitorial frente al despido. Ese sería mi mundo ideal. Pero no me ilusiono, de una parte porque no existe auténtica voluntad ni respaldo político para una reforma en tal sentido y, por otra, porque el laboralismo tradicional que tanto les gusta a ustedes se resiste visceralmente a cambiar su lógica antiliberal e intervencionista, la lógica de la estabilidad en el empleo por la de la empleabilidad.
Nunca van a entender que la mejor protección para los trabajadores no proviene de la ley laboral sino del pleno empleo. Si quieren mejorar los estándares de vida de nuestros trabajadores tendrán que abogar no por más, sino por menos Derecho del trabajo. Muchas gracias.