¿Existe la justicia social?*
Claudio Palavecino 14 May 201314/05/13 a las 16:18 hrs.2013-05-14 16:18:14
*Texto de la conferencia dictada en la PUC el lunes 6 de mayo de 2013.
Primero que todo quiero agradecer la invitación y el honor ciertamente inmerecido de compartir esta conversación con tan conspicuos personajes.
Quiero hacer hincapié en que abordo esta instancia como una “conversación” y no como un “debate” porque el formato debate, a mí por lo menos, me resulta incómodo. El debate supone que yo vengo aquí a demostrar que poseo una comprensión privilegiada del mundo y de las cosas excluyente de otras formas de comprensión del mundo y de las cosas, y que tengo la capacidad de demostrar que esas otras formas de compresión son erróneas o falsas dependiendo de la buena o mala fe de quien las defiende. Me parece que eso, además de ser una pretensión arrogante, es un esfuerzo inútil en una sociedad que no es ideológicamente homogénea y en que, nos guste o no, todos tenemos que convivir y más encima tomar acuerdos sobre cómo reglar esa convivencia. En una sociedad tal probablemente habrá que abandonar el ímpetu dialéctico de derrotar al adversario o incluso el más benévolo de convencer y sustituirlo por el ánimo de hallar puntos en común. La que los romanos designaban con la hermosa palabra concordia. Por tanto me voy a limitar a compartir con ustedes algunas dudas que me ofrece la idea de justicia social a partir de mi experiencia personal y de mis lecturas, con la mejor disposición mental y anímica para encontrar aquí respuesta particularmente de pensadores tan distinguidos como Fernando Atria y Gonzalo Letelier.
La noción de justicia social plantea dudas en dos planos o niveles de análisis, el práctico y el teórico. Desde el punto de vista de la praxis uno puede preguntarse por la eficacia y eficiencia de tal noción para alcanzar lo que con ella se pretende alcanzar. Porque la noción de justicia social no cumple una función puramente especulativa, no es tan solo un pretexto para la disquisición bizantina de intelectuales ociosos, sino que pretende justificar determinados cambios en la sociedad. La idea de justicia social va unida a las ideas de igualdad material y redistribución de la riqueza, donde la redistribución es el medio de conseguir la igualdad material. La redistribución supone transferir riqueza desde los más ricos hacia los más pobres para de este modo igualarlos o cuando menos acercarlos en poder de consumo. Para ello los defensores de la justicia social deben partir por renegar de una forma dada de reparto o distribución de la riqueza en la sociedad que se califica como injusta o no igualitaria. Se trata primeramente de poner en cuestión los títulos de legitimidad para poseer lo que se posee. Eso supone contar con un criterio de legitimidad. Corrientemente quienes defienden el concepto de justicia social recurren a un criterio de legitimidad que no pueda explicar la distribución actual, a veces es la propia igualdad u otro criterio como el mérito o la necesidad. Razonan del siguiente modo: La justicia exige que el reparto de la riqueza en la sociedad se haga en atención a X (donde X = criterio de legitimidad). Dado que la distribución actual de la riqueza no opera bajo X, la distribución actual es injusta o, “no justa” y por ende debe ser corregida. De aquí surge entonces una apelación a la sociedad, más precisamente a todos nosotros, a organizarnos de tal modo que se corrija este reparto injusto, que se re-distribuya la riqueza. En su versión más radical este ideal demanda despojar a los privados de los medios de producción parta que sea el Estado quien gestione toda la producción y reparta los frutos. En su versión más moderada la justicia social se satisface con quitarle parte de los frutos a los dueños de los factores productivos por la vía de impuestos. En ambos casos quien se encarga de todo es el aparato estatal utilizando como método persuasivo contra los egoístas la amenaza de coacción. Tal coacción sería legítima desde que nadie puede oponerle al Estado un titulo de legitimidad sobre lo que posee, porque lo poseído no se ha obtenido según X.
En el plano de la praxis surge una primera pregunta sobre la eficacia del Estado para conseguir la justa redistribución de la riqueza. Durante todo el siglo XX y lo que llevamos del XXI hemos transferido crecientes cuotas de riqueza desde los privados al Estado y, si bien, algunos problemas parecen haberse resuelto por esta vía, el sentimiento general, el Zeitgeist, sigue siendo una profunda disconformidad con el orden de las cosas. No solo en Chile, sino también en Alemania o Suecia. Cabe preguntarse si la justicia social no será uno de esos “objeto de deseo inalcanzable” de que hablaba Lacan. De Jouvenel demuestra que no es cierto que baste con quitar a los más ricos de la sociedad para elevar significativamente el nivel de vida de los más pobres, sino que se requerirá también una mayor contribución de la clase media e incluso de la clase media baja, lo que en definitiva genera cuantitativamente mayor malestar que bienestar. El malestar de los que deben consentir una rebaja en sus condiciones de vida es más intenso que el bienestar de los que las ven mejoradas. Pero incluso concediendo que el ideal de la justicia social pudiera haberse conseguido en algún lugar del mundo y, por tanto, concediendo que el Estado sea eficaz para conseguir la redistribución justa de la riqueza, surge una segunda interrogante ahora respecto de la eficiencia del Estado en la realización de ese fin. La pregunta puede formularse de manera muy concreta: cuánta de la riqueza que los particulares transfieren al Estado bajo amenaza de coacción queda atrapada en los engranajes del mecanismo y cuánta retorna a los privados para equilibrar diferencias. ¿El Estado hace un uso óptimo de los recursos que se le transfieren? ¿No podrían hacerlo mejor los privados por vías no coactivas? ¿Qué asegura que la distribución estatal sea virtuosa?
Desde el punto de vista teórico la noción de justicia social ha sido objeto de críticas fuertes por Friedrich Hayek, en toda su obra, pero especialmente en Derecho, Legislación y libertad, en el tomo que él denomina precisamente el Espejismo de la Justicia social. Resumiendo apretadamente la crítica de Hayek podríamos decir que en su opinión se trata de un sinsentido; de un peligro y de un engaño. El concepto de lo justo aplicado a los resultados del mercado sería absurdo según Hayek, porque el mercado no es otra cosa que la interacción de millones de sujetos que intercambian y por ende, la distribución de la riqueza resultante de ese proceso no es atribuible a ningún sujeto en particular sino a la interacción de todos, a innumerables concausas sin que nadie controle el fenómeno global. Hayek parte de la premisa de que el reproche moral solo puede hacerse al individuo respecto de conductas en las que participa con consciencia y voluntad. El concepto es inaplicable al mercado o a la sociedad, primero que nada, porque no son personas, vale decir, no son agentes morales, y porque los resultados generales de la distribución en procesos de mercado no son previstos ni queridos por ningún individuo en particular y ninguno tiene una influencia determinante en el reparto general. Por tanto, cuando la gente se queja de la injusticia del “modelo” lo hace bajo la misma reacción emotiva que impulsa a considerar injusto que alguien sea fulminado por un rayo o que contraiga cáncer. Lo espontáneo o lo azaroso no se explica bajo la lógica de la justicia.
La justicia social es un peligro porque implica una progresiva transferencia de poder y recursos desde los particulares al Estado. Como nunca es suficiente para conseguir la igualdad deseada el Estado reclama más y más poder y riqueza desde los particulares. Ningún defensor de la redistribución explica cuánto se debe quitar a los privados para conseguir la igualdad y lo que hacen normalmente es proponer cifras arbitrarias. Por ejemplo ¿Cuánto se necesita para mejorar la educación? Se destinó USD 5.000 millones durante el gobierno de Lagos y USD 11.000 millones durante el gobierno de Bachelet y hay consenso en que la educación sigue pésima. El Estado es la única organización humana que medra con su fracaso, mientras más fracasa más recursos y poder le son concedidos. El peligro está en que pueda acapararlo todo. La justicia social puede ser una vía al totalitarismo.
Finalmente la justicia social es un engaño porque lo que se obtiene a través de ella no es igualdad sino privilegio. Cada grupo de presión reclama para sí una cuota privilegiada de la producción social enarbolando las banderas de la justicia social. Tengo “derecho” a que tú financies mi bienestar es en buenas cuentas la pretensión que se oye hoy por todas partes. La necesidad o el deseo de algo se transforman en título suficiente para exigir derechos sobre el patrimonio y las rentas de los demás.
Si el objetivo de todos es que cada vez mayor cantidad de personas acceda a mayor cantidad de bienes y servicios, tal vez la vía no sea la redistribución coactiva del Estado, sino la creación de más bienes y servicios de cada vez mejor calidad y a más bajo precio para ponerlos al alcance de todos. Por tanto sería conveniente que nos centráramos en determinar bajo que condiciones se crea más riqueza antes de pensar en cómo la repartimos.
Primero que todo quiero agradecer la invitación y el honor ciertamente inmerecido de compartir esta conversación con tan conspicuos personajes.
Quiero hacer hincapié en que abordo esta instancia como una “conversación” y no como un “debate” porque el formato debate, a mí por lo menos, me resulta incómodo. El debate supone que yo vengo aquí a demostrar que poseo una comprensión privilegiada del mundo y de las cosas excluyente de otras formas de comprensión del mundo y de las cosas, y que tengo la capacidad de demostrar que esas otras formas de compresión son erróneas o falsas dependiendo de la buena o mala fe de quien las defiende. Me parece que eso, además de ser una pretensión arrogante, es un esfuerzo inútil en una sociedad que no es ideológicamente homogénea y en que, nos guste o no, todos tenemos que convivir y más encima tomar acuerdos sobre cómo reglar esa convivencia. En una sociedad tal probablemente habrá que abandonar el ímpetu dialéctico de derrotar al adversario o incluso el más benévolo de convencer y sustituirlo por el ánimo de hallar puntos en común. La que los romanos designaban con la hermosa palabra concordia. Por tanto me voy a limitar a compartir con ustedes algunas dudas que me ofrece la idea de justicia social a partir de mi experiencia personal y de mis lecturas, con la mejor disposición mental y anímica para encontrar aquí respuesta particularmente de pensadores tan distinguidos como Fernando Atria y Gonzalo Letelier.
La noción de justicia social plantea dudas en dos planos o niveles de análisis, el práctico y el teórico. Desde el punto de vista de la praxis uno puede preguntarse por la eficacia y eficiencia de tal noción para alcanzar lo que con ella se pretende alcanzar. Porque la noción de justicia social no cumple una función puramente especulativa, no es tan solo un pretexto para la disquisición bizantina de intelectuales ociosos, sino que pretende justificar determinados cambios en la sociedad. La idea de justicia social va unida a las ideas de igualdad material y redistribución de la riqueza, donde la redistribución es el medio de conseguir la igualdad material. La redistribución supone transferir riqueza desde los más ricos hacia los más pobres para de este modo igualarlos o cuando menos acercarlos en poder de consumo. Para ello los defensores de la justicia social deben partir por renegar de una forma dada de reparto o distribución de la riqueza en la sociedad que se califica como injusta o no igualitaria. Se trata primeramente de poner en cuestión los títulos de legitimidad para poseer lo que se posee. Eso supone contar con un criterio de legitimidad. Corrientemente quienes defienden el concepto de justicia social recurren a un criterio de legitimidad que no pueda explicar la distribución actual, a veces es la propia igualdad u otro criterio como el mérito o la necesidad. Razonan del siguiente modo: La justicia exige que el reparto de la riqueza en la sociedad se haga en atención a X (donde X = criterio de legitimidad). Dado que la distribución actual de la riqueza no opera bajo X, la distribución actual es injusta o, “no justa” y por ende debe ser corregida. De aquí surge entonces una apelación a la sociedad, más precisamente a todos nosotros, a organizarnos de tal modo que se corrija este reparto injusto, que se re-distribuya la riqueza. En su versión más radical este ideal demanda despojar a los privados de los medios de producción parta que sea el Estado quien gestione toda la producción y reparta los frutos. En su versión más moderada la justicia social se satisface con quitarle parte de los frutos a los dueños de los factores productivos por la vía de impuestos. En ambos casos quien se encarga de todo es el aparato estatal utilizando como método persuasivo contra los egoístas la amenaza de coacción. Tal coacción sería legítima desde que nadie puede oponerle al Estado un titulo de legitimidad sobre lo que posee, porque lo poseído no se ha obtenido según X.
En el plano de la praxis surge una primera pregunta sobre la eficacia del Estado para conseguir la justa redistribución de la riqueza. Durante todo el siglo XX y lo que llevamos del XXI hemos transferido crecientes cuotas de riqueza desde los privados al Estado y, si bien, algunos problemas parecen haberse resuelto por esta vía, el sentimiento general, el Zeitgeist, sigue siendo una profunda disconformidad con el orden de las cosas. No solo en Chile, sino también en Alemania o Suecia. Cabe preguntarse si la justicia social no será uno de esos “objeto de deseo inalcanzable” de que hablaba Lacan. De Jouvenel demuestra que no es cierto que baste con quitar a los más ricos de la sociedad para elevar significativamente el nivel de vida de los más pobres, sino que se requerirá también una mayor contribución de la clase media e incluso de la clase media baja, lo que en definitiva genera cuantitativamente mayor malestar que bienestar. El malestar de los que deben consentir una rebaja en sus condiciones de vida es más intenso que el bienestar de los que las ven mejoradas. Pero incluso concediendo que el ideal de la justicia social pudiera haberse conseguido en algún lugar del mundo y, por tanto, concediendo que el Estado sea eficaz para conseguir la redistribución justa de la riqueza, surge una segunda interrogante ahora respecto de la eficiencia del Estado en la realización de ese fin. La pregunta puede formularse de manera muy concreta: cuánta de la riqueza que los particulares transfieren al Estado bajo amenaza de coacción queda atrapada en los engranajes del mecanismo y cuánta retorna a los privados para equilibrar diferencias. ¿El Estado hace un uso óptimo de los recursos que se le transfieren? ¿No podrían hacerlo mejor los privados por vías no coactivas? ¿Qué asegura que la distribución estatal sea virtuosa?
Desde el punto de vista teórico la noción de justicia social ha sido objeto de críticas fuertes por Friedrich Hayek, en toda su obra, pero especialmente en Derecho, Legislación y libertad, en el tomo que él denomina precisamente el Espejismo de la Justicia social. Resumiendo apretadamente la crítica de Hayek podríamos decir que en su opinión se trata de un sinsentido; de un peligro y de un engaño. El concepto de lo justo aplicado a los resultados del mercado sería absurdo según Hayek, porque el mercado no es otra cosa que la interacción de millones de sujetos que intercambian y por ende, la distribución de la riqueza resultante de ese proceso no es atribuible a ningún sujeto en particular sino a la interacción de todos, a innumerables concausas sin que nadie controle el fenómeno global. Hayek parte de la premisa de que el reproche moral solo puede hacerse al individuo respecto de conductas en las que participa con consciencia y voluntad. El concepto es inaplicable al mercado o a la sociedad, primero que nada, porque no son personas, vale decir, no son agentes morales, y porque los resultados generales de la distribución en procesos de mercado no son previstos ni queridos por ningún individuo en particular y ninguno tiene una influencia determinante en el reparto general. Por tanto, cuando la gente se queja de la injusticia del “modelo” lo hace bajo la misma reacción emotiva que impulsa a considerar injusto que alguien sea fulminado por un rayo o que contraiga cáncer. Lo espontáneo o lo azaroso no se explica bajo la lógica de la justicia.
La justicia social es un peligro porque implica una progresiva transferencia de poder y recursos desde los particulares al Estado. Como nunca es suficiente para conseguir la igualdad deseada el Estado reclama más y más poder y riqueza desde los particulares. Ningún defensor de la redistribución explica cuánto se debe quitar a los privados para conseguir la igualdad y lo que hacen normalmente es proponer cifras arbitrarias. Por ejemplo ¿Cuánto se necesita para mejorar la educación? Se destinó USD 5.000 millones durante el gobierno de Lagos y USD 11.000 millones durante el gobierno de Bachelet y hay consenso en que la educación sigue pésima. El Estado es la única organización humana que medra con su fracaso, mientras más fracasa más recursos y poder le son concedidos. El peligro está en que pueda acapararlo todo. La justicia social puede ser una vía al totalitarismo.
Finalmente la justicia social es un engaño porque lo que se obtiene a través de ella no es igualdad sino privilegio. Cada grupo de presión reclama para sí una cuota privilegiada de la producción social enarbolando las banderas de la justicia social. Tengo “derecho” a que tú financies mi bienestar es en buenas cuentas la pretensión que se oye hoy por todas partes. La necesidad o el deseo de algo se transforman en título suficiente para exigir derechos sobre el patrimonio y las rentas de los demás.
Si el objetivo de todos es que cada vez mayor cantidad de personas acceda a mayor cantidad de bienes y servicios, tal vez la vía no sea la redistribución coactiva del Estado, sino la creación de más bienes y servicios de cada vez mejor calidad y a más bajo precio para ponerlos al alcance de todos. Por tanto sería conveniente que nos centráramos en determinar bajo que condiciones se crea más riqueza antes de pensar en cómo la repartimos.
Sobre la cuestión aracuana
Claudio Palavecino 16 Abr 201316/04/13 a las 11:47 hrs.2013-04-16 11:47:16
El horripilante asesinato del anciano matrimonio Luchsinger en Vilcún reavivó la cuestión araucana. Y ello pese a que todos los opinantes tuvieron exquisito cuidado, al momento de condenar el atroz crimen, de aclarar que tal condena no alcanzaba al pueblo mapuche, que los pirómanos eran delincuentes a secas. Como si el suceso hubiera ocurrido en un universo paralelo, en otro mundo lejano y no precisamente en la beligerante Araucanía. Tics de la corrección política chilena. Gazmoñería... No se me malentienda. Es indudable que la responsabilidad criminal es individual y, por ende, no imputable a colectivos. Sin embargo, nadie podía descartar a priori que los asesinos fueran individuos araucanos y que el crimen buscara poner en primer plano las demandas de los activistas de la causa araucana. De hecho esto último fue justamente lo que pasó. Y comenzaron entonces a surgir propuestas de solución al conflicto en la Araucanía desde todos los sectores de la chilenería bienpensante. Todas partiendo de ciertas premisas o lugares comunes: (1) que existe algo así como una “nación” o “pueblo” mapuche y que (2) la República de los “no-mapuches” (suponiendo que también existe algo por el estilo) (3) contrajo una “deuda histórica” con aquellos (4) la cual debe ser hoy urgentemente reparada. ¡Pamplinas! Mistificaciones absurdas que lejos de contribuir a resolver nada solo agravan el problema. Avivan la cueca, diremos en buen chileno.
Lo primero es la cuestión de la mapucheidad ¿a partir de cuál o cuáles criterios podemos definirla? ¿Biológicos? ¿Habría un geno/fenotipo “racial” distintivo de lo mapuche? ¿Cómo utilizarlo eficazmente en nuestra población intensamente mestiza para separar al trigo mapuche de la paja winka? Sin contar con el tufillo racista que emana de todo ello. Entonces habría que atender preferentemente a factores culturales. ¿Cuáles? ¿Tocar trutruca? ¿Jugar chueca? ¿La idiosincrasia? ¿La lengua? ¿Un winka que toca la trutruca, juega palikán o aprende mapudungun se mapuchiza? No es tan simple, se`gun parece ¿Y el factor geográfico, habitar ciertos territorios que habitaron también los ancestros durante varias generaciones? ¿Cuáles y cántas? Tal vez deberíamos considerar todos los anteriores ¿O todos más un "animus", vale decir, más un sentimiento de pertenencia, un querer-ser? Nada parece suficientemente preciso. Y si es difícil determinar la mapucheidad la misma dificultad se plantea respecto de la noción de “pueblo” o de “nación” mapuche. Porque no existe entre la mayor parte de quienes, por las más caprichosas razones se autocomprenden como mapuches, algo así como un sentimiento colectivo de unidad política diferenciada, unida a la pretensión de soberanía común sobre un territorio, salvo, claro está, en los grupúsculos de ambiciosos activistas que son la verdadera, la única fuente del problema en la Araucanía.
Lo que uno ve hoy día son pequeñas comunidades dispersas que mezclan promiscuamente elementos de su cultura ancestral con las innegables ventajas de la cultura occidental o familias o individuos plenamente adaptados al modus vivendi occidental. Y pobreza, mucha pobreza, sobre todo entre las primeras. Pobreza, claro está, desde el punto de vista de los estándares de una cultura distinta, porque la mapuche nunca consiguió nada mínimamente parecido al confort occidental. A veces pareciera que algunos quisieran conseguir lo mejor de dos mundos, un cómodo sincretismo: las comodidades de Occidente al ritmo de trabajo mapuche, vale decir, al ritmo de una economía de subsistencia.
Por otro lado está el manido -aunque vacío- concepto de “deuda histórica”. Una deuda que habría contraído el Estado chileno al despojar con violencia y fraude de sus tierras a “propietarios” mapuches. Es “histórica” porque estos desaguisados habrían ocurrido hace más de un siglo. Podríamos incluso remontarnos más atrás, hasta los españoles o a los incas ¿y por qué no al despojo que hicieron los araucanos de poblaciones anteriores que desplazaron violentamente? Porque con los mapuches pareciera que se repite el mito ateniense de que salieron directamente de la tierra. "Gente de la tierra"... la etimología refuerza el mito, pero en realidad no es así. La humanidad, desde tiempos de Caín, que es humanidad errante. Los mapùches no son una excepción.
En fin, no voy a defender yo al Estado ni tampoco a los mapuches de sus tropelías. El hecho es que el despojo y la violencia son la forma natural en que el Estado opera. Enterémonos de una vez. El Estado funciona despojándonos de lo nuestro bajo amenaza de coacción. El Estado es radicalmente inmoral –como alguna vez demostró Nozick- porque nos instrumentaliza. Lo aguantamos y me temo que lo seguiremos aguantando mientras sus tropelías nos parezcan menores que las que podríamos padecer de nuestros semejantes –los individuos particulares- si aquel faltara. Con todo y por fortuna, el nuestro es un Estado de Derecho que se autolimita en buena medida con la utilísima ficción de la legalidad o, mejor dicho, del Derecho. Podemos, dentro de ciertos límites que nos fija el propio Estado, reclamar ante órganos estatales especiales, los tribunales, con el fin de reparar los desaguisados que nos hayan causado los agentes estatales. Y ese es un derecho que tienen por cierto quienes se autocomprenden como “mapuches”. Se responde que está ya todo prescrito, que poco o nada se puede a estas alturas reclamar judicialmente. Si así fuere quiere decir que la “deuda” es pura fantasmagoría o jurídicamente hablando “una obligación natural”, esto es, una obligación castrada y paralítica, incapaz de excitar la función jurisdiccional del Estado. Frustrante. Pero esas son las reglas del juego para todos los que somos víctimas de la violencia estatal. Si no nos gusta podemos cambiar las reglas del juego, pero nuevamente a través del cauce y en el lugar que el propio Estado fija: En el Congreso mediante la deliberación democrática, no reeditando los malones ni menos con violencia pirómana. Nuestros representantes podrán, un mal día, acabar con la igualdad ante la ley, portentosa conquista de las revoluciones liberales e involucionar al Ancien Règime generando estatutos especiales –privilegios- en función de la sangre o del territorio. Pienso que un liberal no debería defender semejante monstruosidad.
O bien, si no queremos respetar las formas porque no les reconocemos legitimidad, podemos también tomar el camino de la revolución. ¡Incendiarlo todo!. Justamente el camino que algunos individuos mapuches han decidido seguir. Pero estos mapuches forajidos –como alguna vez nos llamó a todos los chilenos un iracundo Ortega- no deberían olvidar que, en tanto no triunfe, cualquier revolución no es más que sedición. Y a los sediciosos el Estado los trata con dureza. O debería tratarlos con dureza, para no incumplir su función propia, la única que lo hace apenas tolerable para un liberal. Porque si aceptamos la posibilidad de que el Estado nos pueda privar de nuestra hacienda, de nuestra libertad y hasta de nuestra vida sin rebelarnos es justamente porque bajo tan tremenda amenaza es que podemos conservar hacienda, libertad y vida.
Lo primero es la cuestión de la mapucheidad ¿a partir de cuál o cuáles criterios podemos definirla? ¿Biológicos? ¿Habría un geno/fenotipo “racial” distintivo de lo mapuche? ¿Cómo utilizarlo eficazmente en nuestra población intensamente mestiza para separar al trigo mapuche de la paja winka? Sin contar con el tufillo racista que emana de todo ello. Entonces habría que atender preferentemente a factores culturales. ¿Cuáles? ¿Tocar trutruca? ¿Jugar chueca? ¿La idiosincrasia? ¿La lengua? ¿Un winka que toca la trutruca, juega palikán o aprende mapudungun se mapuchiza? No es tan simple, se`gun parece ¿Y el factor geográfico, habitar ciertos territorios que habitaron también los ancestros durante varias generaciones? ¿Cuáles y cántas? Tal vez deberíamos considerar todos los anteriores ¿O todos más un "animus", vale decir, más un sentimiento de pertenencia, un querer-ser? Nada parece suficientemente preciso. Y si es difícil determinar la mapucheidad la misma dificultad se plantea respecto de la noción de “pueblo” o de “nación” mapuche. Porque no existe entre la mayor parte de quienes, por las más caprichosas razones se autocomprenden como mapuches, algo así como un sentimiento colectivo de unidad política diferenciada, unida a la pretensión de soberanía común sobre un territorio, salvo, claro está, en los grupúsculos de ambiciosos activistas que son la verdadera, la única fuente del problema en la Araucanía.
Lo que uno ve hoy día son pequeñas comunidades dispersas que mezclan promiscuamente elementos de su cultura ancestral con las innegables ventajas de la cultura occidental o familias o individuos plenamente adaptados al modus vivendi occidental. Y pobreza, mucha pobreza, sobre todo entre las primeras. Pobreza, claro está, desde el punto de vista de los estándares de una cultura distinta, porque la mapuche nunca consiguió nada mínimamente parecido al confort occidental. A veces pareciera que algunos quisieran conseguir lo mejor de dos mundos, un cómodo sincretismo: las comodidades de Occidente al ritmo de trabajo mapuche, vale decir, al ritmo de una economía de subsistencia.
Por otro lado está el manido -aunque vacío- concepto de “deuda histórica”. Una deuda que habría contraído el Estado chileno al despojar con violencia y fraude de sus tierras a “propietarios” mapuches. Es “histórica” porque estos desaguisados habrían ocurrido hace más de un siglo. Podríamos incluso remontarnos más atrás, hasta los españoles o a los incas ¿y por qué no al despojo que hicieron los araucanos de poblaciones anteriores que desplazaron violentamente? Porque con los mapuches pareciera que se repite el mito ateniense de que salieron directamente de la tierra. "Gente de la tierra"... la etimología refuerza el mito, pero en realidad no es así. La humanidad, desde tiempos de Caín, que es humanidad errante. Los mapùches no son una excepción.
En fin, no voy a defender yo al Estado ni tampoco a los mapuches de sus tropelías. El hecho es que el despojo y la violencia son la forma natural en que el Estado opera. Enterémonos de una vez. El Estado funciona despojándonos de lo nuestro bajo amenaza de coacción. El Estado es radicalmente inmoral –como alguna vez demostró Nozick- porque nos instrumentaliza. Lo aguantamos y me temo que lo seguiremos aguantando mientras sus tropelías nos parezcan menores que las que podríamos padecer de nuestros semejantes –los individuos particulares- si aquel faltara. Con todo y por fortuna, el nuestro es un Estado de Derecho que se autolimita en buena medida con la utilísima ficción de la legalidad o, mejor dicho, del Derecho. Podemos, dentro de ciertos límites que nos fija el propio Estado, reclamar ante órganos estatales especiales, los tribunales, con el fin de reparar los desaguisados que nos hayan causado los agentes estatales. Y ese es un derecho que tienen por cierto quienes se autocomprenden como “mapuches”. Se responde que está ya todo prescrito, que poco o nada se puede a estas alturas reclamar judicialmente. Si así fuere quiere decir que la “deuda” es pura fantasmagoría o jurídicamente hablando “una obligación natural”, esto es, una obligación castrada y paralítica, incapaz de excitar la función jurisdiccional del Estado. Frustrante. Pero esas son las reglas del juego para todos los que somos víctimas de la violencia estatal. Si no nos gusta podemos cambiar las reglas del juego, pero nuevamente a través del cauce y en el lugar que el propio Estado fija: En el Congreso mediante la deliberación democrática, no reeditando los malones ni menos con violencia pirómana. Nuestros representantes podrán, un mal día, acabar con la igualdad ante la ley, portentosa conquista de las revoluciones liberales e involucionar al Ancien Règime generando estatutos especiales –privilegios- en función de la sangre o del territorio. Pienso que un liberal no debería defender semejante monstruosidad.
O bien, si no queremos respetar las formas porque no les reconocemos legitimidad, podemos también tomar el camino de la revolución. ¡Incendiarlo todo!. Justamente el camino que algunos individuos mapuches han decidido seguir. Pero estos mapuches forajidos –como alguna vez nos llamó a todos los chilenos un iracundo Ortega- no deberían olvidar que, en tanto no triunfe, cualquier revolución no es más que sedición. Y a los sediciosos el Estado los trata con dureza. O debería tratarlos con dureza, para no incumplir su función propia, la única que lo hace apenas tolerable para un liberal. Porque si aceptamos la posibilidad de que el Estado nos pueda privar de nuestra hacienda, de nuestra libertad y hasta de nuestra vida sin rebelarnos es justamente porque bajo tan tremenda amenaza es que podemos conservar hacienda, libertad y vida.