Sobre la cuestión aracuana
Claudio Palavecino 16 Abr 201316/04/13 a las 11:47 hrs.2013-04-16 11:47:16
El horripilante asesinato del anciano matrimonio Luchsinger en Vilcún reavivó la cuestión araucana. Y ello pese a que todos los opinantes tuvieron exquisito cuidado, al momento de condenar el atroz crimen, de aclarar que tal condena no alcanzaba al pueblo mapuche, que los pirómanos eran delincuentes a secas. Como si el suceso hubiera ocurrido en un universo paralelo, en otro mundo lejano y no precisamente en la beligerante Araucanía. Tics de la corrección política chilena. Gazmoñería... No se me malentienda. Es indudable que la responsabilidad criminal es individual y, por ende, no imputable a colectivos. Sin embargo, nadie podía descartar a priori que los asesinos fueran individuos araucanos y que el crimen buscara poner en primer plano las demandas de los activistas de la causa araucana. De hecho esto último fue justamente lo que pasó. Y comenzaron entonces a surgir propuestas de solución al conflicto en la Araucanía desde todos los sectores de la chilenería bienpensante. Todas partiendo de ciertas premisas o lugares comunes: (1) que existe algo así como una “nación” o “pueblo” mapuche y que (2) la República de los “no-mapuches” (suponiendo que también existe algo por el estilo) (3) contrajo una “deuda histórica” con aquellos (4) la cual debe ser hoy urgentemente reparada. ¡Pamplinas! Mistificaciones absurdas que lejos de contribuir a resolver nada solo agravan el problema. Avivan la cueca, diremos en buen chileno.
Lo primero es la cuestión de la mapucheidad ¿a partir de cuál o cuáles criterios podemos definirla? ¿Biológicos? ¿Habría un geno/fenotipo “racial” distintivo de lo mapuche? ¿Cómo utilizarlo eficazmente en nuestra población intensamente mestiza para separar al trigo mapuche de la paja winka? Sin contar con el tufillo racista que emana de todo ello. Entonces habría que atender preferentemente a factores culturales. ¿Cuáles? ¿Tocar trutruca? ¿Jugar chueca? ¿La idiosincrasia? ¿La lengua? ¿Un winka que toca la trutruca, juega palikán o aprende mapudungun se mapuchiza? No es tan simple, se`gun parece ¿Y el factor geográfico, habitar ciertos territorios que habitaron también los ancestros durante varias generaciones? ¿Cuáles y cántas? Tal vez deberíamos considerar todos los anteriores ¿O todos más un "animus", vale decir, más un sentimiento de pertenencia, un querer-ser? Nada parece suficientemente preciso. Y si es difícil determinar la mapucheidad la misma dificultad se plantea respecto de la noción de “pueblo” o de “nación” mapuche. Porque no existe entre la mayor parte de quienes, por las más caprichosas razones se autocomprenden como mapuches, algo así como un sentimiento colectivo de unidad política diferenciada, unida a la pretensión de soberanía común sobre un territorio, salvo, claro está, en los grupúsculos de ambiciosos activistas que son la verdadera, la única fuente del problema en la Araucanía.
Lo que uno ve hoy día son pequeñas comunidades dispersas que mezclan promiscuamente elementos de su cultura ancestral con las innegables ventajas de la cultura occidental o familias o individuos plenamente adaptados al modus vivendi occidental. Y pobreza, mucha pobreza, sobre todo entre las primeras. Pobreza, claro está, desde el punto de vista de los estándares de una cultura distinta, porque la mapuche nunca consiguió nada mínimamente parecido al confort occidental. A veces pareciera que algunos quisieran conseguir lo mejor de dos mundos, un cómodo sincretismo: las comodidades de Occidente al ritmo de trabajo mapuche, vale decir, al ritmo de una economía de subsistencia.
Por otro lado está el manido -aunque vacío- concepto de “deuda histórica”. Una deuda que habría contraído el Estado chileno al despojar con violencia y fraude de sus tierras a “propietarios” mapuches. Es “histórica” porque estos desaguisados habrían ocurrido hace más de un siglo. Podríamos incluso remontarnos más atrás, hasta los españoles o a los incas ¿y por qué no al despojo que hicieron los araucanos de poblaciones anteriores que desplazaron violentamente? Porque con los mapuches pareciera que se repite el mito ateniense de que salieron directamente de la tierra. "Gente de la tierra"... la etimología refuerza el mito, pero en realidad no es así. La humanidad, desde tiempos de Caín, que es humanidad errante. Los mapùches no son una excepción.
En fin, no voy a defender yo al Estado ni tampoco a los mapuches de sus tropelías. El hecho es que el despojo y la violencia son la forma natural en que el Estado opera. Enterémonos de una vez. El Estado funciona despojándonos de lo nuestro bajo amenaza de coacción. El Estado es radicalmente inmoral –como alguna vez demostró Nozick- porque nos instrumentaliza. Lo aguantamos y me temo que lo seguiremos aguantando mientras sus tropelías nos parezcan menores que las que podríamos padecer de nuestros semejantes –los individuos particulares- si aquel faltara. Con todo y por fortuna, el nuestro es un Estado de Derecho que se autolimita en buena medida con la utilísima ficción de la legalidad o, mejor dicho, del Derecho. Podemos, dentro de ciertos límites que nos fija el propio Estado, reclamar ante órganos estatales especiales, los tribunales, con el fin de reparar los desaguisados que nos hayan causado los agentes estatales. Y ese es un derecho que tienen por cierto quienes se autocomprenden como “mapuches”. Se responde que está ya todo prescrito, que poco o nada se puede a estas alturas reclamar judicialmente. Si así fuere quiere decir que la “deuda” es pura fantasmagoría o jurídicamente hablando “una obligación natural”, esto es, una obligación castrada y paralítica, incapaz de excitar la función jurisdiccional del Estado. Frustrante. Pero esas son las reglas del juego para todos los que somos víctimas de la violencia estatal. Si no nos gusta podemos cambiar las reglas del juego, pero nuevamente a través del cauce y en el lugar que el propio Estado fija: En el Congreso mediante la deliberación democrática, no reeditando los malones ni menos con violencia pirómana. Nuestros representantes podrán, un mal día, acabar con la igualdad ante la ley, portentosa conquista de las revoluciones liberales e involucionar al Ancien Règime generando estatutos especiales –privilegios- en función de la sangre o del territorio. Pienso que un liberal no debería defender semejante monstruosidad.
O bien, si no queremos respetar las formas porque no les reconocemos legitimidad, podemos también tomar el camino de la revolución. ¡Incendiarlo todo!. Justamente el camino que algunos individuos mapuches han decidido seguir. Pero estos mapuches forajidos –como alguna vez nos llamó a todos los chilenos un iracundo Ortega- no deberían olvidar que, en tanto no triunfe, cualquier revolución no es más que sedición. Y a los sediciosos el Estado los trata con dureza. O debería tratarlos con dureza, para no incumplir su función propia, la única que lo hace apenas tolerable para un liberal. Porque si aceptamos la posibilidad de que el Estado nos pueda privar de nuestra hacienda, de nuestra libertad y hasta de nuestra vida sin rebelarnos es justamente porque bajo tan tremenda amenaza es que podemos conservar hacienda, libertad y vida.
Lo primero es la cuestión de la mapucheidad ¿a partir de cuál o cuáles criterios podemos definirla? ¿Biológicos? ¿Habría un geno/fenotipo “racial” distintivo de lo mapuche? ¿Cómo utilizarlo eficazmente en nuestra población intensamente mestiza para separar al trigo mapuche de la paja winka? Sin contar con el tufillo racista que emana de todo ello. Entonces habría que atender preferentemente a factores culturales. ¿Cuáles? ¿Tocar trutruca? ¿Jugar chueca? ¿La idiosincrasia? ¿La lengua? ¿Un winka que toca la trutruca, juega palikán o aprende mapudungun se mapuchiza? No es tan simple, se`gun parece ¿Y el factor geográfico, habitar ciertos territorios que habitaron también los ancestros durante varias generaciones? ¿Cuáles y cántas? Tal vez deberíamos considerar todos los anteriores ¿O todos más un "animus", vale decir, más un sentimiento de pertenencia, un querer-ser? Nada parece suficientemente preciso. Y si es difícil determinar la mapucheidad la misma dificultad se plantea respecto de la noción de “pueblo” o de “nación” mapuche. Porque no existe entre la mayor parte de quienes, por las más caprichosas razones se autocomprenden como mapuches, algo así como un sentimiento colectivo de unidad política diferenciada, unida a la pretensión de soberanía común sobre un territorio, salvo, claro está, en los grupúsculos de ambiciosos activistas que son la verdadera, la única fuente del problema en la Araucanía.
Lo que uno ve hoy día son pequeñas comunidades dispersas que mezclan promiscuamente elementos de su cultura ancestral con las innegables ventajas de la cultura occidental o familias o individuos plenamente adaptados al modus vivendi occidental. Y pobreza, mucha pobreza, sobre todo entre las primeras. Pobreza, claro está, desde el punto de vista de los estándares de una cultura distinta, porque la mapuche nunca consiguió nada mínimamente parecido al confort occidental. A veces pareciera que algunos quisieran conseguir lo mejor de dos mundos, un cómodo sincretismo: las comodidades de Occidente al ritmo de trabajo mapuche, vale decir, al ritmo de una economía de subsistencia.
Por otro lado está el manido -aunque vacío- concepto de “deuda histórica”. Una deuda que habría contraído el Estado chileno al despojar con violencia y fraude de sus tierras a “propietarios” mapuches. Es “histórica” porque estos desaguisados habrían ocurrido hace más de un siglo. Podríamos incluso remontarnos más atrás, hasta los españoles o a los incas ¿y por qué no al despojo que hicieron los araucanos de poblaciones anteriores que desplazaron violentamente? Porque con los mapuches pareciera que se repite el mito ateniense de que salieron directamente de la tierra. "Gente de la tierra"... la etimología refuerza el mito, pero en realidad no es así. La humanidad, desde tiempos de Caín, que es humanidad errante. Los mapùches no son una excepción.
En fin, no voy a defender yo al Estado ni tampoco a los mapuches de sus tropelías. El hecho es que el despojo y la violencia son la forma natural en que el Estado opera. Enterémonos de una vez. El Estado funciona despojándonos de lo nuestro bajo amenaza de coacción. El Estado es radicalmente inmoral –como alguna vez demostró Nozick- porque nos instrumentaliza. Lo aguantamos y me temo que lo seguiremos aguantando mientras sus tropelías nos parezcan menores que las que podríamos padecer de nuestros semejantes –los individuos particulares- si aquel faltara. Con todo y por fortuna, el nuestro es un Estado de Derecho que se autolimita en buena medida con la utilísima ficción de la legalidad o, mejor dicho, del Derecho. Podemos, dentro de ciertos límites que nos fija el propio Estado, reclamar ante órganos estatales especiales, los tribunales, con el fin de reparar los desaguisados que nos hayan causado los agentes estatales. Y ese es un derecho que tienen por cierto quienes se autocomprenden como “mapuches”. Se responde que está ya todo prescrito, que poco o nada se puede a estas alturas reclamar judicialmente. Si así fuere quiere decir que la “deuda” es pura fantasmagoría o jurídicamente hablando “una obligación natural”, esto es, una obligación castrada y paralítica, incapaz de excitar la función jurisdiccional del Estado. Frustrante. Pero esas son las reglas del juego para todos los que somos víctimas de la violencia estatal. Si no nos gusta podemos cambiar las reglas del juego, pero nuevamente a través del cauce y en el lugar que el propio Estado fija: En el Congreso mediante la deliberación democrática, no reeditando los malones ni menos con violencia pirómana. Nuestros representantes podrán, un mal día, acabar con la igualdad ante la ley, portentosa conquista de las revoluciones liberales e involucionar al Ancien Règime generando estatutos especiales –privilegios- en función de la sangre o del territorio. Pienso que un liberal no debería defender semejante monstruosidad.
O bien, si no queremos respetar las formas porque no les reconocemos legitimidad, podemos también tomar el camino de la revolución. ¡Incendiarlo todo!. Justamente el camino que algunos individuos mapuches han decidido seguir. Pero estos mapuches forajidos –como alguna vez nos llamó a todos los chilenos un iracundo Ortega- no deberían olvidar que, en tanto no triunfe, cualquier revolución no es más que sedición. Y a los sediciosos el Estado los trata con dureza. O debería tratarlos con dureza, para no incumplir su función propia, la única que lo hace apenas tolerable para un liberal. Porque si aceptamos la posibilidad de que el Estado nos pueda privar de nuestra hacienda, de nuestra libertad y hasta de nuestra vida sin rebelarnos es justamente porque bajo tan tremenda amenaza es que podemos conservar hacienda, libertad y vida.
Última Modificación | 16 Abr 201316/04/13 a las 11:47 hrs.2013-04-16 11:47:16 |
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